
Yo, Clara, narradora, debería empezar aquí, pero no empiezo. Porque ¿quién demonios empieza una historia en el restaurante? (Mala narradora: empiezo en la oficina, siempre en la oficina, donde fingimos que algo ocurre).
Fragmento 1: Preludio al hambre
Edgardo dijo que no podía venir porque tenía que trabajar. Ironía de las gordas: todos trabajamos fingiendo que trabajamos. Luis hacía scroll infinito en Excel, Sandro tuneaba un PowerPoint condenado a la papelera y yo redactaba un correo que jamás enviaría. El verdadero menú era el simulacro de productividad, servido a diario y recalentado hasta el aburrimiento.
Fragmento 2: La fuga
Blas se ofreció a llevarnos en coche. Lo importante no era el trayecto, sino la frase con la que nos enganchó en la narración: “Venga, Clara, tápame con el paraguas”. ¿Quién es Clara? ¿Yo, tú, el lector? Da igual. Figurante de lujo.
Destino: un japonés. Aunque Luis, traidor de las tramas lineales, se desvió para comprar sopas instantáneas.
Fragmento 3: El restaurante japonés (o su parodia barata)
—He comido ya —dijo Sandro, justo después de sentarnos… a comer. (El colmo de la amistad laboral: quedar a comer para no comer. ¿Qué podría salir mal?).
Optimismo suicida el mío: pensar que todo seguía normal. Aunque Luis seguía comprando sus sopas. Aunque Sandro ya había comido. Aunque yo pedía comida para Edgardo, que no estaba.
Entonces Sandro me anunció que debía hacer una llamada de cinco minutos. En Sandro, cinco minutos son un agujero negro: el tiempo se estira, se curva, se traga tu paciencia y escupe tu fe en la humanidad.
Entonces me dio un arrebato: antes de que Sandro lo hiciera, yo también salí a llamar. Nadie me llamaba, por supuesto. Fingir una llamada es otra forma de trabajar: performar la urgencia, sudar ficción.
Fragmento 4: Montaje paralelo
- Luis entra.
- Yo salgo.
- Sandro atiende la llamada. Diez minutos después, sigue.
- Luis pide un Uber.
- Yo pago la bebida de Sandro.
- Sandro sigue con el teléfono, soldado fiel de la pantalla.
- El sushi de Edgardo llega, se enfría, casi lo olvido.
(Empecé a buscar cámaras ocultas: parecía un guion mal montado, plagado de cortes sin raccord y figurantes que cobran en likes).
Fragmento 5: La oficina otra vez
Volvimos. ¿Comimos? Imposible asegurarlo. ¿Compartimos algo? Solo la certeza de que lo real ocurre siempre en otra parte: en la llamada que no acaba, en la sopa que no pedimos, en la reunión que arranca justo cuando el relato quiere cerrar.
Epílogo (o moraleja falsa)
De regreso, escribí en el grupo: “La comida, divina”. Y todos hicieron like, como si un emoji pudiera sustituir la sopa de coco que nunca pedí, la conversación que nunca tuvimos, la digestión que nunca existió.
Quizá el almuerzo no era más que un ensayo general de la jornada laboral: todos ausentes, todos presentes. Como si esto importara.
El narrador debería cerrar con una frase redonda: “Una comida divina”.
Pero sabemos que miente…y no miente.
Porque la única divinidad aquí es el vacío, el hueco del almuerzo que pudo ser, el simulacro barato de comer juntos pero a trocitos. Pero hasta ese circo es preferible a devorar un triste táper de plástico, sola, frente al brillo tóxico de tu pantalla.
(Y si has llegado hasta aquí, lector, tal vez seas tú, y no yo, Clara, quien pagó la bebida de Sandro).
