Una comida (posiblemente) divina

Yo, Clara, narradora, debería empezar aquí, pero no empiezo. Porque ¿quién demonios empieza una historia en el restaurante? (Mala narradora: empiezo en la oficina, siempre en la oficina, donde fingimos que algo ocurre).

Fragmento 1: Preludio al hambre

Edgardo dijo que no podía venir porque tenía que trabajar. Ironía de las gordas: todos trabajamos fingiendo que trabajamos. Luis hacía scroll infinito en Excel, Sandro tuneaba un PowerPoint condenado a la papelera y yo redactaba un correo que jamás enviaría. El verdadero menú era el simulacro de productividad, servido a diario y recalentado hasta el aburrimiento.

Fragmento 2: La fuga

Blas se ofreció a llevarnos en coche. Lo importante no era el trayecto, sino la frase con la que nos enganchó en la narración: “Venga, Clara, tápame con el paraguas”. ¿Quién es Clara? ¿Yo, tú, el lector? Da igual. Figurante de lujo.
Destino: un japonés. Aunque Luis, traidor de las tramas lineales, se desvió para comprar sopas instantáneas.

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El tiempo prestado

Estaba yo sentada en un banco del parque, hojeando un librito de evaluación de la cooperación internacional como quien repasa un menú de tapas: con un interés fingido, sabiendo que al final siempre pedirá lo mismo.

Me encontré con Edgardo, o me encontró Edgardo a mí, en el parque.

Me vio, me invitó a pasear con él hasta el estanque de los cocodrilos y en el camino me dijo:

—Clara, ¿tú eres escritora, evaluadora o cooperante?

Edgardo siempre suele hacer ese tipo de preguntas. Preguntas que parecen no ir a ninguna parte, pero de las que luego se puede sacar mucho partido. Yo, que ese día me sentía más ficción que carne y hueso, le contesté que era ambas cosas. O ninguna. Según soplara el viento. Edgardo frunció el ceño, como si le hubiese dado una respuesta en latín.

—¿Hay mucho escritor frustrado ?—me preguntó o más bien me advirtió con tono de experto.

Tuve que corregirle:

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La pizza como sacramento e identidad

Llegamos primeros al restaurante porque éramos los que vivíamos más lejos. Misterios de la vida latina: cuanto más lejos, más puntual. Alicia —mi amiga, evangelista de la autenticidad italiana con entusiasmo talibán— me sonrió como quien exhibe un trofeo humano. Yo, el español. Luc, el belga. Dos anomalías en el álbum Panini de sus amistades.

El restaurante estaba en una ciudad centroamericana de cuyo nombre no quiero acordarme, y que en este momento, aquí y ahora, tampoco importa: para los italianos era un Vaticano sin Papa pero con mozzarella. Cada domingo se reunían para juzgar un restaurante distinto, como si la ciudad fuese la sede de una Copa del Mundo perpetua. No había notas. No había puntuaciones. Todo oral, litúrgico, medieval, casi inquisitorial, transmitido como esas historias de abuelos que nadie contrasta en Wikipedia.

Aquella noche había más perdidos en la sala: una venezolana simpática, con esa dulzura militante de quien te hace sentir acompañado hasta en el silencio, y una cubana alegre, que reía a carcajadas como si todo fuese un chiste secreto al que nosotros nunca llegaríamos. Las dos nos miraban con complicidad: minoría étnico-culinaria. El club de los no-italianos, versión tropical.

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Blanca le escribe

Blanca le escribe

La vida se me pasa como este miércoles, entre discusiones y pantallas. Mi hijo frente a su resplandor azul, yo frente a mis liturgias digitales. Dos fieles en templos distintos, dos rituales que nunca se cruzan.

El futuro es hoy, el pasado también. Y sigo atrapada en un círculo que no se rompe. El mundo lo invento con migajas de cuerpo, con fantasmas de deseo, como si esa materia frágil pudiera sostenerlo.

Todavía me siento viva, aunque hundida en un fango que no cede. Hay una chispa, sí, pero se escurre entre los dedos como agua turbia.

Las pantallas son catedrales silenciosas. El desplazamiento del dedo, una plegaria. El clic, un amén. No hay Lorca ni poesía. Solo el algoritmo, sacerdote sin rostro que repite letanías interminables.

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Blanca y los artefactos

Blanca nunca supo si escribía cuentos o si los cuentos la escribían a ella. Había heredado de su abuela una caja de lata con etiquetas oxidadas: Monólogo interior, Realismo mágico, Metaficción, Narrativa oral africana, Autoficción, Realismo sucio. Decían que eran artefactos literarios, como los que los filólogos inventan para disecar la literatura. Ella, en cambio, los trataba como juguetes peligrosos.

“Sí, porque escribir es pensar en voz alta, y pensar es hablar sin respirar”, se decía Blanca en un bucle de conciencia que recordaba demasiado a Molly Bloom, aunque ella nunca hubiera leído a Joyce entero (quién puede).

Ese fue el primer artefacto: el monólogo interior. Un espejo empañado donde cada palabra era una gota de vapor.

Luego probó con otro. En su libreta escribió: “Este cuento se sabe cuento, este párrafo se sabe truco”. Y el papel rió, porque la metaficción había llegado a contaminar la narración. Borges se asomó por el borde de la hoja y murmuró: “No lo firmes, ya está escrito en otra parte”.

El realismo mágico entró de puntillas: la cafetera de Blanca, cansada de tanto goteo, comenzó a contarle historias de guerras que nunca ocurrieron, de abuelos que nunca murieron, de ciudades fundadas en medio de la cocina. Nadie se sorprendió: en la literatura, lo imposible es rutina.

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Innovaciones Literarias que Transformaron la Narrativa

Un artefacto literario es un recurso narrativo o técnica estilística que cambia radicalmente la manera de contar historias, dejando huella en autores posteriores y en otros lenguajes artísticos. No es solo un detalle formal, sino un mecanismo que puede explicar épocas, abrir caminos a otros autores e influir en tradiciones enteras.

Aquí exploramos los más influyentes de los últimos dos siglos, valorados con cuatro criterios:

  • Innovación formal
  • Poder simbólico (explica una época)
  • Capacidad de influencia (viaje cultural)
  • Usabilidad (aplicación por otros autores)

Cada uno puede recibir hasta 12 puntos (3 estrellas por criterio).

🗂️ Tabla comparativa de artefactos literarios (1825–2025)

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Clara y el manual interminable

Clara trabaja en cooperación al desarrollo, lo que en teoría significa cambiar el mundo y en la práctica significa rellenar informes en inglés macarrónico. Nadie lo dice en voz alta, pero en el sector abundan los que, como Clara, entraron buscando redención personal. Una Organización para el Desarrollo es también un espejo de autoayuda colectivo.

En su escritorio hay más libros de “coaching para líderes conscientes” que manuales de logística humanitaria. Que nadie la juzgue: todos tenemos un vicio. Algunos se atiborran a series, otros a gin-tonics; Clara se inyecta frases motivacionales.

Notas de Clara (cuaderno verde):

  • “Sé la mejor versión de ti misma” → ¿Versión 2.0 o beta permanente?
  • “Cada problema es una oportunidad” → entonces soy millonaria en problemas.
  • “El secreto está en ti” → ¿y si no encuentro la llave?

En la oficina, los proyectos se llamaban Semillas de Futuro o Puentes de Esperanza. Clara sospechaba que las semillas eran metafóricas, porque lo único que germinaba eran excels. Y los puentes, burocráticos. Una vez escribió en el margen de un informe: impactar comunidades ≈ darles una hostia. Luego lo borró, claro.

En un taller motivacional, un coach con camisa hawaiana citaba a Buda, Gandhi y Paulo Coelho en la misma diapositiva. Clara pensó que aquello parecía un reality show espiritual. Lo peor fue que tomó apuntes. Lo mejor, que los perdió. “Soltar el pasado”, se dijo, aplicando la lección tres sin proponérselo.

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Manual de instrucciones para un fraude literario

(o cómo un bar madrileño resolvió lo que la cooperación cultural jamás pudo)

En el bar La Multinacional Derrumbada —donde las mesas cojeaban como teorías mal citadas y los camareros parecían cooperantes culturales reciclados en taberneros— Clara soltó la bomba:

—Soy un fraude.

Martina la miró como solo se mira a alguien que ha pagado 600 euros por un taller de escritura online.

—¿Fraude por usar IA? Eso no es fraude. Fraude es publicar con seudónimo anglosajón en una editorial indie y luego presentarte a premios literarios de tu propia asociación de vecinos.

Clara bufó.

—La máquina lo hace todo. Yo apenas pongo cuatro líneas.

—Eso se llama coautoría dirigida, querida —Martina agitó el vermut como si fuera un puntero académico—. Tú das las órdenes, la IA obedece. Como un becario: suelta ideas absurdas y tú decides qué sirve.

—Pero no tiene contexto —protestó Clara—. No sabe nada de Lavapiés ni de la humedad de Tribunal.

—Exacto: ahí entra el contra-corpus. Tú aportas lo que no está en sus datos: la tos del poeta del barrio, el camarero que parece diplomático jubilado, el olor a caldereta de menú. Sin ti, todo sería gazpacho de sobre.

Clara encendió un cigarro.

—Aun así, me larga veinte páginas y me pierdo.

—¡Eso es el ciclo de divergencia y convergencia! —dictó Martina, como si estuviera en un congreso de humanidades digitales al que nadie asiste—. Deja que se desboque, que te dé cien variantes. Luego cortas, eliges y haces literatura. La máquina es la secretaria; tú, la editora.

Clara recordó un microcuento reciente.

—Una vez confundió “entresuelo” con “entre sueños”.

Martina se rio.

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No Era la Izquierda, Éramos Nosotros

No sabría decir cuándo empezó a resquebrajarse lo que habíamos defendido como sagrado. No sabría decir cuándo empezó a resquebrajarse lo que habíamos defendido como sagrado. Quizá fue una mañana cualquiera, mientras discutíamos por cosas en apariencia triviales, pero en el fondo decisivas, como quién debía bajar la basura, como si ahí se jugara la autoridad del hogar. Íñigo decía que en la pareja tradicional alguien guía y el otro acompaña. Yo acabé pensando que más bien era un desfile militar: marchábamos juntos, sí, pero esperando que el otro perdiera el paso primero.

Nos conocimos defendiendo causas que creíamos indestructibles. Coloquios sobre la nación, tertulias en peñas taurinas, cenas con Rioja en copas gruesas, mañanas de cañas con Mahou y tapas de chorizo, discusiones sobre Sin perdón de Clint Eastwood o los boleros de Sabina, y alguna madrugada con Y viva España de Manolo Escobar sonando de fondo. Íbamos contra todo: el comunismo, la demagogia progre de plató, las banderas multicolor en los balcones, los grafitis en las fachadas recién pintadas, el impuesto de sucesiones y —mi favorita— nuestra propuesta de declarar patrimonio de la humanidad la tortilla de patatas con cebolla y abolir la siesta de los funcionarios. No nos bastaba preservar lo que teníamos: queríamos que el mundo nos diera las gracias por mantenerlo firme.

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No era el capitalismo, Éramos nosotros

No sabría decir cuándo empezó a agrietarse lo que habíamos construido. Quizá fue una mañana cualquiera, mientras discutíamos por cosas en apariencia banales, pero en el fondo fundamentales, como quién debía sacar la basura, como si ahí se decidiera el equilibrio del mundo. Alejandro decía que el feminismo en pareja era una carrera de relevos: uno cede, el otro recoge. Yo acabé pensando que más bien era una cuerda floja donde ambos nos mirábamos, esperando que el otro cayera primero.

Nos conocimos defendiendo causas que parecían invencibles. Conferencias, manifestaciones, cines de barrio, lecturas compartidas, tardes de café torrefacto en tazas desparejadas, noches de cerveza barata y discusiones sobre películas de Ken Loach o Almodóvar. Íbamos contra todo: el patriarcado, el capitalismo, los noticieros de las nueve, la subida del precio del pan, la falta de papeleras públicas, las rotondas mal diseñadas y —mi favorita— nuestra propuesta de prohibir los lunes y declarar patrimonio de la humanidad el olor a café recién hecho. No nos bastaba cambiar el mundo: queríamos que el mundo nos aplaudiera mientras lo hacíamos.

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