Ray Loriga es el prototipo del escritor contemporáneo, un hombre de su tiempo en el que confluyen las inquietudes de un explorador curioso. No resulta extraño que se le haya descrito como un “hijo bastardo post-existencialista de Camus” o, en palabras de Pedro Almodóvar, “un fascinante cruce entre Marguerite Duras y Jim Thompson”.
Loriga pertenece a una raza de hispano escribientes que tomó el bando de la contracultura, una tradición con pilares en todo el mapa hispanoparlante: Alberto Fuguet, en Chile; Rodrigo Fresán, en Argentina; José Agustín, en México.
Loriga nació en 1967, pero su irrupción en el universo literario ocurrió en los noventa. Lo peor de todo, publicada en 1992, fue su ópera prima. Por aquella época fue calificado como una paradoja: un escritor de culto, pero emergente. Desde entonces ha cultivado una imagen de rockstar —lentes oscuros sobre la nariz y cabellera revuelta coronando la figura—, que ha extendido a los recursos de su narrativa. Su ficción, plagada de referencias al rock, las drogas y la cultura pop, deambula sin complicaciones de la neurosis contemporánea a los rincones soterrados de la condición humana
“¿En qué consiste ser un escritor?”, se ha preguntado. Su concepción de la literatura desemboca en una solución simple pero incisiva: “En conseguir formular con las palabras de uno los sentimientos de otros”
En 1993 entregó Héroes y el mundo hizo ¡plop! y nadie entonces podía entender qué era esa furia. Y los libros fueron llegando uno tras otro: Días extraños, Caídos del cielo (1995), el guion de «Carne trémula» (1997), Tokio ya no nos quiere(1999), Trífero (2000), Ya solo habla de amor (2008), Sombrero y Mississippi (2010), El bebedor de lágrimas (2011), Za Za, emperador de Ibiza (2014) y Rendición (2017)