Blanca y los artefactos

Blanca nunca supo si escribía cuentos o si los cuentos la escribían a ella. Había heredado de su abuela una caja de lata con etiquetas oxidadas: Monólogo interior, Realismo mágico, Metaficción, Narrativa oral africana, Autoficción, Realismo sucio. Decían que eran artefactos literarios, como los que los filólogos inventan para disecar la literatura. Ella, en cambio, los trataba como juguetes peligrosos.

“Sí, porque escribir es pensar en voz alta, y pensar es hablar sin respirar”, se decía Blanca en un bucle de conciencia que recordaba demasiado a Molly Bloom, aunque ella nunca hubiera leído a Joyce entero (quién puede).

Ese fue el primer artefacto: el monólogo interior. Un espejo empañado donde cada palabra era una gota de vapor.

Luego probó con otro. En su libreta escribió: “Este cuento se sabe cuento, este párrafo se sabe truco”. Y el papel rió, porque la metaficción había llegado a contaminar la narración. Borges se asomó por el borde de la hoja y murmuró: “No lo firmes, ya está escrito en otra parte”.

El realismo mágico entró de puntillas: la cafetera de Blanca, cansada de tanto goteo, comenzó a contarle historias de guerras que nunca ocurrieron, de abuelos que nunca murieron, de ciudades fundadas en medio de la cocina. Nadie se sorprendió: en la literatura, lo imposible es rutina.

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Innovaciones Literarias que Transformaron la Narrativa

Un artefacto literario es un recurso narrativo o técnica estilística que cambia radicalmente la manera de contar historias, dejando huella en autores posteriores y en otros lenguajes artísticos. No es solo un detalle formal, sino un mecanismo que puede explicar épocas, abrir caminos a otros autores e influir en tradiciones enteras.

Aquí exploramos los más influyentes de los últimos dos siglos, valorados con cuatro criterios:

  • Innovación formal
  • Poder simbólico (explica una época)
  • Capacidad de influencia (viaje cultural)
  • Usabilidad (aplicación por otros autores)

Cada uno puede recibir hasta 12 puntos (3 estrellas por criterio).

🗂️ Tabla comparativa de artefactos literarios (1825–2025)

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Clara y el manual interminable

Clara trabaja en cooperación al desarrollo, lo que en teoría significa cambiar el mundo y en la práctica significa rellenar informes en inglés macarrónico. Nadie lo dice en voz alta, pero en el sector abundan los que, como Clara, entraron buscando redención personal. Una Organización para el Desarrollo es también un espejo de autoayuda colectivo.

En su escritorio hay más libros de “coaching para líderes conscientes” que manuales de logística humanitaria. Que nadie la juzgue: todos tenemos un vicio. Algunos se atiborran a series, otros a gin-tonics; Clara se inyecta frases motivacionales.

Notas de Clara (cuaderno verde):

  • “Sé la mejor versión de ti misma” → ¿Versión 2.0 o beta permanente?
  • “Cada problema es una oportunidad” → entonces soy millonaria en problemas.
  • “El secreto está en ti” → ¿y si no encuentro la llave?

En la oficina, los proyectos se llamaban Semillas de Futuro o Puentes de Esperanza. Clara sospechaba que las semillas eran metafóricas, porque lo único que germinaba eran excels. Y los puentes, burocráticos. Una vez escribió en el margen de un informe: impactar comunidades ≈ darles una hostia. Luego lo borró, claro.

En un taller motivacional, un coach con camisa hawaiana citaba a Buda, Gandhi y Paulo Coelho en la misma diapositiva. Clara pensó que aquello parecía un reality show espiritual. Lo peor fue que tomó apuntes. Lo mejor, que los perdió. “Soltar el pasado”, se dijo, aplicando la lección tres sin proponérselo.

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Manual de instrucciones para un fraude literario

(o cómo un bar madrileño resolvió lo que la cooperación cultural jamás pudo)

En el bar La Multinacional Derrumbada —donde las mesas cojeaban como teorías mal citadas y los camareros parecían cooperantes culturales reciclados en taberneros— Clara soltó la bomba:

—Soy un fraude.

Martina la miró como solo se mira a alguien que ha pagado 600 euros por un taller de escritura online.

—¿Fraude por usar IA? Eso no es fraude. Fraude es publicar con seudónimo anglosajón en una editorial indie y luego presentarte a premios literarios de tu propia asociación de vecinos.

Clara bufó.

—La máquina lo hace todo. Yo apenas pongo cuatro líneas.

—Eso se llama coautoría dirigida, querida —Martina agitó el vermut como si fuera un puntero académico—. Tú das las órdenes, la IA obedece. Como un becario: suelta ideas absurdas y tú decides qué sirve.

—Pero no tiene contexto —protestó Clara—. No sabe nada de Lavapiés ni de la humedad de Tribunal.

—Exacto: ahí entra el contra-corpus. Tú aportas lo que no está en sus datos: la tos del poeta del barrio, el camarero que parece diplomático jubilado, el olor a caldereta de menú. Sin ti, todo sería gazpacho de sobre.

Clara encendió un cigarro.

—Aun así, me larga veinte páginas y me pierdo.

—¡Eso es el ciclo de divergencia y convergencia! —dictó Martina, como si estuviera en un congreso de humanidades digitales al que nadie asiste—. Deja que se desboque, que te dé cien variantes. Luego cortas, eliges y haces literatura. La máquina es la secretaria; tú, la editora.

Clara recordó un microcuento reciente.

—Una vez confundió “entresuelo” con “entre sueños”.

Martina se rio.

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No Era la Izquierda, Éramos Nosotros

No sabría decir cuándo empezó a resquebrajarse lo que habíamos defendido como sagrado. No sabría decir cuándo empezó a resquebrajarse lo que habíamos defendido como sagrado. Quizá fue una mañana cualquiera, mientras discutíamos por cosas en apariencia triviales, pero en el fondo decisivas, como quién debía bajar la basura, como si ahí se jugara la autoridad del hogar. Íñigo decía que en la pareja tradicional alguien guía y el otro acompaña. Yo acabé pensando que más bien era un desfile militar: marchábamos juntos, sí, pero esperando que el otro perdiera el paso primero.

Nos conocimos defendiendo causas que creíamos indestructibles. Coloquios sobre la nación, tertulias en peñas taurinas, cenas con Rioja en copas gruesas, mañanas de cañas con Mahou y tapas de chorizo, discusiones sobre Sin perdón de Clint Eastwood o los boleros de Sabina, y alguna madrugada con Y viva España de Manolo Escobar sonando de fondo. Íbamos contra todo: el comunismo, la demagogia progre de plató, las banderas multicolor en los balcones, los grafitis en las fachadas recién pintadas, el impuesto de sucesiones y —mi favorita— nuestra propuesta de declarar patrimonio de la humanidad la tortilla de patatas con cebolla y abolir la siesta de los funcionarios. No nos bastaba preservar lo que teníamos: queríamos que el mundo nos diera las gracias por mantenerlo firme.

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No era el capitalismo, Éramos nosotros

No sabría decir cuándo empezó a agrietarse lo que habíamos construido. Quizá fue una mañana cualquiera, mientras discutíamos por cosas en apariencia banales, pero en el fondo fundamentales, como quién debía sacar la basura, como si ahí se decidiera el equilibrio del mundo. Alejandro decía que el feminismo en pareja era una carrera de relevos: uno cede, el otro recoge. Yo acabé pensando que más bien era una cuerda floja donde ambos nos mirábamos, esperando que el otro cayera primero.

Nos conocimos defendiendo causas que parecían invencibles. Conferencias, manifestaciones, cines de barrio, lecturas compartidas, tardes de café torrefacto en tazas desparejadas, noches de cerveza barata y discusiones sobre películas de Ken Loach o Almodóvar. Íbamos contra todo: el patriarcado, el capitalismo, los noticieros de las nueve, la subida del precio del pan, la falta de papeleras públicas, las rotondas mal diseñadas y —mi favorita— nuestra propuesta de prohibir los lunes y declarar patrimonio de la humanidad el olor a café recién hecho. No nos bastaba cambiar el mundo: queríamos que el mundo nos aplaudiera mientras lo hacíamos.

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Informe desde un país que nunca existió

La primera vez que vi a Blanca y Clara fue en la terraza improvisada de un hotel de tres estrellas sin estrellas. Afuera, el calor golpeaba como un argumento mal planteado; adentro, ellas discutían sobre si la ayuda humanitaria debía empezar por las bibliotecas o por los pozos de agua. Yo tomaba notas, fingiendo que algún día las usaría para un informe serio.

(Nota al pie 1: Nunca envié ese informe; lo extravié en una carpeta llamada Cosas importantes).

Blanca, la más vehemente, hablaba como si cada frase pudiera salvar un continente. Clara, en cambio, se inclinaba hacia lo minucioso, los matices que caben en una estadística. Yo asentía. ¿O fingía asentir? Con el tiempo entendí que ese gesto era parte del manual no escrito del cooperante: parecer convencido sin estarlo del todo.

En las tardes, visitábamos proyectos que parecían salidos de una novela mal editada: escuelas sin pupitres, clínicas sin médicos, campos agrícolas que esperaban una lluvia que nunca llegaba. Alguien —un técnico, un ministro, un primo del ministro— nos aseguraba que todo marchaba bien. Y yo lo anotaba, aunque en la esquina de la libreta dibujaba mapas imposibles.

(Nota al pie 2: Esos mapas quizá eran el único trabajo honesto que hice en esos años).

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Correspondencia en tránsito

[Correo no enviado de Clara a Blanca]

Selva del Darién, 22:11h

Blanca,

Hoy un hombre me preguntó si sabía cuánto costaba mi silencio. No supe responderle. Estaba en una reunión de ONG donde nadie escuchaba. Me vi escribiendo «Clara sin KPI» en la palma, como si así pudiera recordarme que alguna vez fui otra cosa.

¿Sabes, Blanca? A veces siento que tu voz sobre mis palabras es como una sábana blanca que cubre algo que nunca se va a usar.

¿Nos escribimos para entendernos o para no olvidarnos?

[Página arrancada del cuaderno azul de Blanca]

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6 de agosto, siempre

No hay relato neutral. Lo dijo una vez alguien que ya no recuerdo. Quizás fue Katia, la hija de Ramón Acín, que se aferraba a su cuaderno mientras las bombas caían sobre Huesca. Dibujaba una paloma. Dijo: “Mi padre compró libertad con su arte, y le dispararon por ello”. Tenía diez años. Luego escribió poesía clandestina en París.

(Fragmento de archivo encontrado en una cápsula del tiempo enterrada en Hiroshima. Año 2090.)

6 de agosto de 1936

A Ramón le fusilaron por financiar un documental. A Concha Monrás, su mujer, poco después. A sus hijas, Katia y Sol, las dejaron vivas, como si eso fuera un acto de piedad. Ellas crecieron, se convirtieron en artistas y en referentes. Sabemos que no fueron solo un eco.

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El caso del Informe Robado: Crónica de un guardia sin teorías (ni paciencia)

No soy filósofo, ni poeta, ni evaluador. Soy un tipo con gorra, porra y poco café. Me llamo Eusebio y soy el guardia de seguridad del Gran Tribunal Evaluativo de Ciudad Métrica. Mi trabajo es sencillo: que nadie dispare, escupa, ni saque encuestas sin licencia. Pero aquel día… aquel día fue distinto.

Había desaparecido un Informe Final.

Sí, el “Informe Final de Evaluación del Programa Intermunicipal de Fortalecimiento de Capacidades para la Prevención Participativa Basada en Evidencia con Enfoque de Derechos y Género Transversalizado”.

Una joya, según los expertos. Según yo, un tocho de 213 páginas con anexos y sin alma.

A las 09:07 entraron tres personas que no parecían saber qué hacer con sus manos. Eran los tres evaluadores estrella, convocados para resolver el crimen. Tres métodos, tres egos, y una taza de té matcha sin azúcar compartida entre ellos (por protocolo ético, dijeron). Mi instinto me dijo que aquello iba a oler a pie y epistemología.

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