El Cuaderno Azul

Blanca lee lo que ha escrito. No recuerda cuándo empezó esa costumbre. Cree que fue después de la última vez que su hijo no volvió. Desde entonces escribe cada noche. Es su modo de respirar sin hacer ruido.

En esas páginas se repite un nombre: Marco. A veces fue un amigo, otras, un amante que nunca tuvo. Su sombra. Su personaje. Marco le habló una noche, en sueños, y le dijo que nada era real, ni siquiera el dolor que arrastra desde niña.

Marco aparece en todas sus historias. A veces es un pianista ciego; otras, un taxista que busca una calle que no existe. Siempre busca. Siempre se va.

Blanca cierra el cuaderno. Se pregunta si Marco fue su forma de decir “yo” sin que doliera tanto. Tal vez por eso le llaman inmadura: por no saber ponerle nombre al vacío, por preferir el lenguaje torcido del símbolo al grito directo.

Quizás Marco sí existió, y al escribirlo tanto, se le fue de las manos. Como su reflejo, como sus certezas.

Mañana volverá a escribir. No para encontrarse – esa idea le parece ya ingenua -, sino para sentir que algo dentro de ella, aunque sea Marco, sigue latiendo.

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No estás aquí para rendir(te)

Una historia sin índice de rendimiento o desempeño, pero con un cuerpo y un alma que piden existir.

Esto no es un diario. Es un espacio seguro con tintes de vómito sin gramática, pero con sentido.

Clara, 3:17 a.m., cuaderno azul

I. Clara, la no siempre útil

Clara sabía que no lo había hecho todo tan bien.

Formación internacional, cooperación en zonas rojas, artículos leídos por nadie y deseada por todos los que sólo miraban su currículum, sin detenerse nunca a preguntarse quién era realmente (y durante mucho tiempo, ella también deseó ser querida por ese tipo de personas: las que brillaban en los eventos, las que sabían hablar de cambio con voz firme y sin pausas; hasta que entendió que muchas de ellas eran las menos capaces de ver o sostener lo que de verdad dolía).

Sus días eran una tabla de Excel emocional: proyectos, camas, países, KPI de empatía siempre en rojo.

Pero cada noche, el silencio se le deslizaba por los tobillos.

Apps de citas abiertas, documentos sin cerrar, un amor que siempre fue más trabajo que alivio.

 Puedes leer sobre aquella jornada en La Voz Clara, donde narra cómo abandonó la reunión en Etiopía;

y también en Claro defrauda, donde reflexiona sobre sentirse impostora en su propia vida.

Clara intuyó que ese vacío no se curaría desde la productividad.

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Lo que queda al escribir

Lo que queda al escribir

Lee lo que ha escrito. No recuerda cuándo empezó esa costumbre. Lo hace desde niño. Es gracias a eso que pudo escribir sobre el día que su hijo dejó de visitarlo, o cuando Marco —su amigo, su sombra, su personaje— se le apareció en un sueño y le dijo que todo era ficción, incluso su dolor.

Marco aparece en todas sus novelas. A veces es un pianista ciego, otras, un taxista obsesionado con los mapas. Siempre busca algo. Siempre termina solo.

El escritor cierra el cuaderno. Se pregunta si alguna vez existió Marco, si acaso no fue una invención suya para no nombrarse. Quizás lo llaman inmaduro porque habla de sí mismo en tercera persona.

O tal vez Marco era real, y al escribirlo tantas veces, lo perdió en la maraña de ficción. Como a sí mismo.

Mañana volverá a escribir. No para encontrarse —sabe que eso ya no es posible—, sino para saber y sentirse que está vivo.

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 Confesión póstuma de Aristófanes, humorista de cuarta

A quien le interese:

Yo, Aristófanes, autor de comedias memorables que nadie cita en las bodas, confieso que amé a Aspasia. Y no como se ama una estatua. Sino como se admira un terremoto: con miedo, deseo y el estómago encogido.

Diálogo con Aspasia (o lo que recuerdo de él)

“¿Y tú qué haces además de burlarte de los demás?”, me dijo. No sé si lo dijo de verdad. En mi memoria suena así. Yo tenía un chiste preparado sobre Sócrates con túnica corta, pero me lo tragué como todo lo valioso que nunca dije.

Ella hablaba. Yo escribía. A veces para alabarla. A veces para herirla. Eso no me absuelve: los comediantes también usamos el escenario como espejo y cuchillo.

Mi hijo me pregunta si soy feliz

Me pidió que puntuara mi felicidad del 1 al 10. Le dije que 7. Mentí. No por orgullo, sino por cansancio. Y porque él cree que soy filósofo. No se entera de que la gente como yo no llega al podio, sólo a las notas al pie.

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Resumen exprés del drama del traje

“Si vas sin traje, te lo voy a estar recordando durante años…”

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Mi hijo Nicolás, que ahora es más francés que el camembert recalentado, está haciendo una estancia en la embajada de Francia en Panamá y me ha conseguido una invitación para el cóctel diplomático del 14 de julio. Todo bien hasta ahí.

PERO… quiere que vaya en traje.

En Panamá.
Con esa humedad.
Y yo, que como bien saben he nacido para ser libre (como el viento y como los mosquitos que nos acribillan), pensaba ir con una de mis camisas estilo Mao.

Lo bueno —o lo irónico— es que, aunque sean de Kiabi Toledo, se confunden con guayaberas.
Y ahora Nicolás, con su tono post-sorbete de limón, me dice que esas camisas en Francia “son de proletario”.
(A veces me pregunto de dónde le vienen esas ideas. Luego recuerdo que soy yo también el que lo educó. Mea culpa.)

A pesar del tiempo, y de los pesares, yo sigo fiel a mi look ONG chic:
— Sin sandalias (no me gustan; a los mosquitos sí).
— Camisa Mao de saldo.
— Y dignidad tropical.

Pero entonces… ¡zas!
Nicolás se alía con mi madre. Y juntos lanzan el misil intergeneracional:

“Si vas sin traje, te lo voy a estar recordando durante años…”

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Clara sin KPI

-¿Suerte? -dije, mientras me tragaba el teléfono. Por supuesto no literalmente, aunque si fuera posible comerse los dispositivos, muchos cooperantes ya se habrían comido su iPad con desesperación gourmet.

Llamé a Hermann porque pensé que él sí entendería. El mismo que en Etiopía dormía con los zapatos puestos “por si había que salir corriendo de la conciencia”, como solía decir entre risas y Valium. Contestó con voz de zombi con LinkedIn:

Clara, qué bien oírte. Estoy en un comité, pero… oye, en el fondo, lo tuyo ha sido una suerte, casi una bendición, ya sabes que lo peor está por llegar. Este trabajo es una cárcel de oro.

Una cárcel de oro. Como si lo importante fuera que la celda tuviera minibar. Le di las gracias. O creo que se las di. Hubo un momento en que solo escuchaba una interferencia extrañamente parecida a mi autoestima. Y me acordé de La vida es bella. Guido cree que su viejo amigo lo va a salvar del campo de concentración… y el tipo solo quiere que le resuelvan un acertijo. Así fue Hermann: sin acertijo, pero con un presupuesto que cerrar y una depresión sin diagnosticar.

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Grabando. En 3, 2, 1…

Lo que T. me recortó no está en el currículum.

Tampoco en LinkedIn, ni en la memoria RAM del sistema que está a punto de evaluarme como parte de este proceso de reclutamiento.

🟪

La pantalla parpadea. Me pide que respire. Que mire a cámara. Que sonría, sin parecer desesperada.

Una entrevista automatizada.

Una voz sintética: “You will have two minutes to answer each question. Your recording starts now.”

(Pienso en responder con un poema de Bukowski. Cambio de idea. Me pica la nariz. Empiezo a hablar.)

🟦

Mi nombre es Clara.

Soy, o fui, trabajadora humanitaria. Me especialicé en seguimiento, evaluación y aprendizaje, en marcos lógicos que nadie leía, en indicadores que flotaban como boyas en el Excel.

Vengo de lugares donde el polvo no sale en las estadísticas.

Pero usted, robot, no quiere saber eso. Usted quiere alignment with organizational goals.

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Lo que T. me recortó no está en el currículum

 

por Clara (o eso creo)

No sé si me despidieron por los recortes de T. o por los míos.

—Te vamos a extrañar, Clara —me dijo Marta de RRHH con los ojos humedecidos, como si hubiera leído una novela rusa antes de entrar.

Yo también. Pero no a ustedes. Me voy a extrañar a mí misma. A esa que mandaba informes sobre campamentos en crisis desde el WiFi inestable de Níger, con la frente sudada y la moral tambaleando pero firme. ¿Esa era yo?

Ahora estoy en un café en el Barrio de las Letras de Madrid. Otra crisis, pero de cócteles caros y turistas sin duda buscando a Quevedo en tapas de gambas. Vengo al mismo café donde escribía informes. Ahora escribo… esto. ¿Ficción? ¿Currículum emocional? ¿Postmeta-ficción colaborativa involuntaria?

A veces creo que esta historia la está escribiendo otra Clara. Una Clara con mejores filtros de Instagram y menos contradicciones.

Tacha eso. No existe tal Clara. La auténtica soy yo. O la que queda.

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Dejar(se) ir con gratitud

El final

Lo peor no fue que la despidieran.

Lo peor fue que, antes de hacerlo, la invitaron a una sesión de mindfulness institucional titulada:

“Dejar(se) ir con gratitud: resiliencia emocional en procesos de reingeniería humana”.

A las 9:30 am EST. En sala Zoom B.

El principio

Eva Métrica llevaba doce años alineando indicadores, sistematizando aprendizajes y midiendo resultados en una organización internacional de desarrollo.

Su función formaba parte de una unidad creada —al menos sobre el papel— para garantizar “la cultura de la evidencia”.

Aunque últimamente sospechaba que lo que realmente hacían era encuadrar narrativas.

A veces con enfoque de género. A veces sin.

La trama

Cuando se anunció la “revisión estructural orientada a la sostenibilidad organizativa, la organización del mañana” (RE-SOMA™), respiró. Esto va de desempeño —pensó— y yo lo tengo. Creyó que se salvaría.

Tenía buenos KPIs. Cumplía deadlines. Había sobrevivido a siete direcciones distintas, dos auditorías externas, un jefe hipertóxico y a la implementación piloto de la gloriosa Metodología Ético-Adaptativa Ágil Humanista —MEAH™, para abreviar, aunque nadie supiera qué significaba del todo. (Aunque, en cierto modo, las siglas ya lo decían todo).

Una planificación estratégica pensada para “poner a las personas en el centro”, aunque luego nadie supiera en qué centro ni a qué personas se referían.

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Currículum de Fracasos

Nombre del archivo: CV_FRACASOS_V6_FINAL_FINAL_DE_VERDAD_OK.docx

Fernando trabajó doce años en una organizacion de cooperación para el desarrollo. Aprendió a llenar formularios en siete idiomas, sobrevivió a tres reestructuraciones, cinco protocolos de intervención, y al misterioso arte gatopardiano de “alinear indicadores sin que nada cambie”.

Pero un día, la cooperación internacional colapsó como un Excel con 94 pestañas abiertas.

Lo despidieron con una carta firmada por una IA que decía: “Gracias por su resiliencia normativa”.

Ahora, en su nueva vida, no busca trabajo. Busca reinventarse.

Como todo el mundo.

Porque Trump consiguió que el sistema global capitalista implosionara y, después…la distopía total: el mercado ha cambiado. Las empresas ya no contratan por logros. Piden fracasos. Tangibles. Narrados. Curados con storytelling. Lo supo cuando leyó el nuevo informe de Adam Brand, psicólogo organizacional: “No eres lo que logras, eres lo que superas (si lo subiste a LinkedIn con selfie llorando)”.

Así que Fernando construyó su nuevo perfil profesional:

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