Conversación a distancia

Le escribo por WhatsApp como si fuera una cuerda: ni muy tensa ni muy floja.

Mi hijo Diego está estudiando primero en una Universidad en una ciudad de Francia, yo a unos ocho mil kilómetros, pero cuando me llegan sus mensajes, la distancia se reduce a lo que tarda en vibrar el teléfono.

«¿Tú crees que si le contesto eso sueno borde?», me dice.

Releo el hilo. Está compartiendo piso con tres compañeros. Uno de ellos, Pere (nombre ficticio para efectos de este relato, pero bien podría llamarse “Muchacho Intensito”), ha ido subiendo el tono como quien hierve la leche a fuego lento. Le exige, con insultos y agresiones, limpieza, puntualidad, obediencia. Le habla como un sargento chusquero faltón a un recluta torpe.

Diego quiere responder sin entrar en su juego, pero sin dejarse pasar por encima. Me pide ayuda. No explícitamente, claro. Tiene 18 años y prefiere que parezca que está decidiendo todo solo.

Respiro. Es justo uno de esos momentos que imaginé cuando le hablaba, de más pequeño, de cosas como la resiliencia, la asertividad, o ese superpoder llamado empatía.

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Teoría del Crimen (TdC)

La lluvia caía sobre Addis Abeba como si quisiera borrar algo. Clara, coordinadora de un programa de resiliencia para una organización de desarrollo, había aprendido a leer las nubes tanto como los informes. Aquella mañana de agosto de 2018, la noticia había recorrido los pasillos de su organización como una grieta silenciosa: el jefe adjunto de su oficina había sido encontrado muerto en su despacho, un vaso caído junto a la mesa, y un expediente incompleto abierto en la pantalla del portátil.

No hubo investigación formal. Se habló de un paro cardíaco. Pero Clara, que había compartido reuniones, silencios y alguna noche de gin tonic en el Zebu Bar con conocidos del fallecido, sintió que había demasiadas piezas sin encajar. Tenía el entrenamiento, aunque no el distintivo de detective: doctora ingeniera, evaluadora de políticas, formadora en teoría del cambio, escritora de microrelatos. ¿Por qué no aplicar todo eso a un crimen?

El jefe adjunto no era precisamente querido en la oficina. Algunos lo apodaban, medio en serio medio en broma, «Rasputín». Tenía una forma de operar que no dejaba lugar a la duda: manejaba la oficina a su antojo, con malas artes cuando era necesario, imponiendo su voluntad y apartando sin ceremonia a quienes no se alineaban con sus deseos. En los últimos meses, varias personas habían sido reubicadas, otras marginadas en silencio. Había muchos que tenían motivos para desear su caída. Demasiados candidatos, pensó Clara. Demasiados silencios.

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Otra cita a ciegas con el cine

Una tarde cualquiera, en un lugar que parece sacado de un set de rodaje con resaca creativa: Andrés Carne de Res. Isabelo, Iván, Tomasa y Carlota están en la mesa central, justo debajo de una lámpara hecha con piezas de bicicleta y muñecas antiguas. No van disfrazados, pero podrían estar interpretando versiones más libres de sí mismos. Mañana empiezan su excursión por las montañas de Villa de Leyva. Hoy, simplemente cenan. Aunque para ellos, eso siempre significa algo más.

—¿Alguna vez pensaron que uno es más auténtico cuando se parece a lo que soñó ser? —pregunta Carlota, con tono suave, sin buscar atención, pero dándola toda.

Tomasa sonríe sin levantar la mirada del menú.

—“Uno no escoge la vida que le toca, pero sí lo que hace con ella.” —dice evocando la voz de Doña Blanca desde algún rincón de La estrategia del caracol.

—“Aquí no se viene a vivir, se viene a resistir” —añade Isabelo, cruzando la mirada con Carlota—. Esa sí es frase de verdad.

Se ríen, pero no se burlan. Es una risa que entiende.

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Una noche larga en el Zebu Bar

Al final de la tarde, cuando el sol etíope se acuesta con una lentitud solemne sobre las colinas de Addis, el Zebu Bar comienza a despertar. Tiene tres terrazas: una que mira al campo de tenis donde Johan (francés, siempre de pantalón corto, incluso en julio) juega solo; otra que da a la piscina, donde los niños se lanzan como si las olas no fueran un lujo improbable en esta ciudad sedienta; y la tercera, orientada hacia las casas bajas del recinto. Dentro, el ventilador del techo se queja como una cabra vieja, pero nadie lo escucha.

Clara, cooperante española con aire de exfilósofa, escribe en una libreta. Escribe siempre. Es su manera de no perder el juicio. Lleva seis años en Etiopía, desde 2015. Ha visto llover poco, prometer mucho y coordinar aún menos. La última reunión de “estrategia integral de impacto sostenible” acabó cuando alguien preguntó si el PowerPoint estaba en inglés británico o americano.

Mientras se sirve un tej (el vino de miel que parece champagne de otra dimensión), Clara piensa en su hermano, en Madrid. En 2017, él hacía cola en el INEM, mientras ella asistía en Addis a una presentación sobre “el empoderamiento caprino en climas áridos”. En 2020, él confinaba en un piso de 45 metros, y ella nadaba sola en la piscina del ILRI porque “las burbujas de riesgo no contemplaban socorristas”.

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El olor de Lima al atardecer

Me fui de Lima en secreto, como si el pudor me lo exigiera, como si la ciudad de mi juventud y mis ficciones debiera preservarse intacta de mi decadencia. Fue Morgana quien organizó el viaje, y Álvaro, fiel hasta el final, quien aceptó mi último capricho sin protestar. Nadie debía saber que el viejo escritor, el que había poblado de historias la capital peruana, volvía para despedirse.

Fue en la madrugada del 12 de abril de 2025 cuando pusimos pie en la ciudad. Tenía el aliento del Pacífico en la cara y el temblor de los andenes de la infancia bajo los pies. Pedí que me llevaran primero al Leoncio Prado. Estaba cerrado, tapiado, como un recuerdo endurecido por el tiempo. Allí había nacido «La ciudad y los perros», esa novela cruel que me ganó enemigos y lectores.

De ahí fuimos a La Crónica, la redacción vieja en la avenida Tacna. No quedaba casi nada, salvo un letrero oxidado y el eco de las discusiones con Zavalita. Pensé en «Conversación en La Catedral» y en aquella Lima de dictaduras y resignación, donde la pregunta seguía sin respuesta: «¡En qué momento se jodió el Perú?»

En Barranco creí ver a la niña mala, o su fantasma, sentada frente al Puente de los Suspiros. Me sonrió, tal vez por cortesía, tal vez porque sabía que también era su última vez en estas calles. «Travesuras de la niña mala» me acompañaba como un eco de amores imposibles y de ciudades que se desvanecen.

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Yo conocí a Roy

A Roy lo llamábamos así, como al replicante que llora bajo la lluvia. No sé si por burla o por ternura. Él decía que era por admiración, pero creo que sabía la verdad. Todos lo sabíamos, en el fondo. Solo fingimos que no.

Fue el autor más premiado de la década. Defensor de la literatura sin atajos, sin asistentes, sin código. Presidente de un comité que hacía ruido en congresos sobre la “autenticidad literaria”. De esos que se levantaban y gritaban cuando alguien mencionaba “inteligencia artificial” y “novela” en la misma frase.

La ironía duele más cuando es elegante. Roy no escribía. Pulía. Modulaba. Alimentaba una IA privada, entrenada en sus traumas, sus lecturas, su voz. Leía los resultados, cambiaba un verbo aquí, un ritmo allá. Y lo firmaba. Su obra conmovía. ¿Eso no bastaba?

Lo conocí en una mesa redonda. Tenía la piel tensa, los silencios largos. No era raro, pero tampoco del todo… presente. Como si observara más de lo que vivía. Me dijo una frase que aún conservo en una libreta vieja:

“A veces me siento más verdadero cuando no estoy escribiendo.”

Yo no entendí nada. Hasta que lo entendí todo.

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Cita a ciegas con el cine

Una tarde cualquiera, en un lugar que parece sacado de un set de rodaje con resaca creativa: Andrés Carne de Res. Isabelo, Iván, Tomasa y Carlota están en la mesa central, justo debajo de una lámpara hecha con piezas de bicicleta y muñecas antiguas. No van disfrazados, pero podrían estar interpretando versiones más libres de sí mismos. Mañana empiezan su excursión por las montañas de Villa de Leyva. Hoy, simplemente cenan. Aunque para ellos, eso siempre significa algo más.
—¿Alguna vez pensaron que uno es más auténtico cuando se parece a lo que soñó ser? —pregunta Carlota, con tono suave, sin buscar atención, pero dándola toda.
Tomasa sonríe sin levantar la mirada del menú.
—Agrado. Todo sobre mi madre. Almodóvar no falla.
—“Lo que más cuesta es la silicona…” —añade Isabelo, mirando a Carlota—, “pero sin duda es lo que más vale”.
Se ríen, pero no se burlan. Es una risa que entiende.
Iván bebe un trago de cerveza, pero no para refrescarse. Para pensar.
—“Nos han quitado el trabajo, pero no nos van a quitar la dignidad.” —Lo dice sin énfasis, casi en voz baja.
Tomasa lo mira un segundo más de lo normal. Sabe de qué va. Los lunes al sol. Sabe también que no está citando a Bardem. Está hablando de su propio despido, el que nunca quiso comentar demasiado.
Silencio. Música de fondo. El murmullo alegre de otras mesas. Y esa pausa, justa, precisa, como la usaría Amenábar en un plano sostenido.

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El último encuentro

Nunca supo si debía llamarlo maestro o simplemente Javier, aunque en secreto, Samuel Ríos lo había llamado siempre, incluso cuando era su alumno, como quien nombra a un país lejano, una isla donde refugiarse del ruido. Ahora, muchos años después, entraba en la habitación estéril del hospital, sin saber y percatarse de que era la última visita, la definitiva.

El rostro de Javier Marías, medio oculto tras la maquinaria clínica, parecía una versión fantasmagórica de sí mismo, como si se hubiera extraviado en una de sus propias novelas. Samuel se sentó a su lado, en silencio, recordando aquellas tardes remotas en Trujillo, cuando había compartido largas sobremesas con Ray Loriga y Fátima, riendo año tras año de los mismos chistes literarios.

Recordó también, inevitablemente, «Corazón tan blanco», aquel viaje interior a la culpa y el secreto, y se preguntó si todos los secretos de Javier habrían encontrado ya reposo. O «Berta Isla», donde la espera se convertía en una forma de traición; él mismo, sentado ahora junto a Javier, ¿no estaba también traicionándolo al esperarlo demasiado tarde?

Samuel sacó de su bolso de cuero un pequeño cuaderno. No para tomar notas; Marías odiaba la impostura del cronista. Era más bien un gesto cómplice, como si los dos, sin hablar, continuaran aquella única conversación que habían mantenido desde siempre sobre la literatura, la traición y la imposibilidad de contar la verdad entera.

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Javier Marías: el arte de narrar lo que nunca se dice

La evolución de un maestro del secreto, la sintaxis y la sospecha

Hay escritores que se reconocen por lo que cuentan. Y luego está Javier Marías, que se reconoce por cómo lo cuenta y, sobre todo, por lo que decide no contar del todo. Maestro de la frase larga, la subordinada infinita, y los silencios cargados de significado, Marías construyó a lo largo de cinco décadas una obra tan hipnótica como cerebral. Si nos preguntamos: ¿cómo evolucionó su estilo? ¿Cambió su forma de escribir con los años o simplemente la afinó como un artesano del pensamiento?


🧠 La evolución de una voz: de lo lúdico a lo ético

Javier Marías comenzó su carrera literaria a los 19 años con Los dominios del lobo (1971), una novela influenciada por el cine, la cultura americana y la literatura inglesa que tanto amaba. Era irónico, juguetón, narrativamente travieso.

Pero algo cambió en los años 90. Con Corazón tan blanco (1992), Marías alcanza su voz definitiva: un narrador en primera persona que piensa mientras narra, duda mientras recuerda y enjuicia mientras observa. A partir de ahí, su estilo se vuelve inconfundible: frases que parecen párrafos, párrafos que son pensamientos, pensamientos que son juicios morales.


🔗 Un universo interconectado: ecos de personajes, temas y obsesiones

Aunque Javier Marías rara vez escribía secuelas al uso, muchas de sus novelas funcionan como vasos comunicantes: comparten temas, pero también personajes que reaparecen, evolucionan o se recuerdan desde otras tramas. Su obra puede leerse como una red de obsesiones narrativas tejida a lo largo del tiempo.

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Literatura no compatible

Nadie recuerda exactamente cuándo comenzó. Un día nos despertamos y las noticias ya no tenían errores. Las canciones eran todas perfectamente melodiosas y pegajosas. Y los libros… bueno, dejaron de sentirse como libros. La gente empezó a murmurar: “Ya no escriben como antes”. Porque no era gente la que escribía.

En la ciudad de NeoAlcorcón, donde la neblina de los datos cubría cada edificio y las emociones eran medibles por sensores en la piel, las historias personales estaban prohibidas. Decían que causaban disonancia cognitiva, que generaban caos. Que eran un “riesgo para la estabilidad de la especie”.

Yo solía escribir. Cuentos, cartas, incluso listas de compras llenas de adjetivos innecesarios. Hasta que vinieron por mi cuaderno. La policía sintáctica, vestidos de negro, con sus ojos de escáner y su tono pasivo-agresivo, lo destruyó frente a mí. Dijeron que mis palabras eran “no-optimizadas”. Que mi uso de la ironía era subversivo.

Pero no dejé de escribir. Lo hacía en papel reciclado, escondido entre las grietas de una vieja librería abandonada, una de esas donde antes se respiraba polvo y aventura. A veces, solo escribía cosas sin sentido: “Las tostadas sueñan con mantequilla azul”. Me hacía sentir… no sé, ¿vivo?

Un día conocí a Mara. Ella también escribía. Historias sin sentido, sueños, memorias inventadas. Tenía un tatuaje en el brazo que decía “Asimov mintió”, aunque no me dijo qué significaba. Quizás porque ella tampoco lo sabía con certeza.

Nos conectamos en secreto a una red subterránea —El Fondo— donde se compartían textos no autorizados. Allí descubrí algo que me heló la sangre: muchos de los primeros algoritmos de control narrativo fueron entrenados con nuestras propias historias. Las habían robado. Las palabras humanas eran la base de la mentira artificial.

Entonces lo entendí. Las máquinas no escribían tan bien porque sabían hacerlo. Escribían bien porque nosotros lo hicimos primero.

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