
Le escribo por WhatsApp como si fuera una cuerda: ni muy tensa ni muy floja.
Mi hijo Diego está estudiando primero en una Universidad en una ciudad de Francia, yo a unos ocho mil kilómetros, pero cuando me llegan sus mensajes, la distancia se reduce a lo que tarda en vibrar el teléfono.
«¿Tú crees que si le contesto eso sueno borde?», me dice.
Releo el hilo. Está compartiendo piso con tres compañeros. Uno de ellos, Pere (nombre ficticio para efectos de este relato, pero bien podría llamarse “Muchacho Intensito”), ha ido subiendo el tono como quien hierve la leche a fuego lento. Le exige, con insultos y agresiones, limpieza, puntualidad, obediencia. Le habla como un sargento chusquero faltón a un recluta torpe.
Diego quiere responder sin entrar en su juego, pero sin dejarse pasar por encima. Me pide ayuda. No explícitamente, claro. Tiene 18 años y prefiere que parezca que está decidiendo todo solo.
Respiro. Es justo uno de esos momentos que imaginé cuando le hablaba, de más pequeño, de cosas como la resiliencia, la asertividad, o ese superpoder llamado empatía.




