Escribió para vivir, y vivió para escribir

En el principio fue un niño asombrado que descubrió que las palabras podían inventar mundos y desmontar los reales. Nació en Arequipa, pero también en los internados de Lima, en la disciplina dura de un colegio militar que, sin saberlo, dio origen a una de las primeras novelas que cambiaron la literatura en español. «No se puede ser novelista y cobarde a la vez» [1], escribiría años después. Y Mario Vargas Llosa no lo fue.

Aquel muchacho que se atrevió a contar el lado más sucio del honor, la jerarquía, la violencia y la adolescencia en La ciudad y los perros [1], sería pronto el cronista feroz de los laberintos del poder. Conversación en La Catedral [2] fue su diagnóstico moral de una sociedad enferma de corrupción y desencanto. «En qué momento se jodió el Perú» se convirtió no solo en una frase inmortal, sino en una pregunta colectiva. Un bisturí en forma de frase.

Pero Mario no solo interrogaba países: también diseccionaba almas. En Travesuras de la niña mala [3], volvió a la pasión como un terreno tan peligroso como el de la política. «Nos enamoramos de nuestras ilusiones, no de las personas», hacía decir a su protagonista, y esa frase bastaba para resumir muchas vidas que aman desde la nostalgia.

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Un canal entre dos mundos

En los años más intensos de la construcción del Canal de Panamá, cuando la maquinaria se preparaba para vencer el hasta entonces insorteable tramo del Corte Culebra y alcanzar el estratégico paso de Punta Culebra en 1912, la vida en la Zona del Canal vibraba con contrastes. Ricardo Morales, un ingeniero estadounidense de origen colombiano, formaba parte del equipo técnico que trabajaba bajo el mando de George W. Goethals. Su especialidad era la supervisión de estructuras metálicas y compuertas hidráulicas, esenciales para el sistema de esclusas que revolucionaría el tránsito marítimo global.

Aunque Ricardo había dejado atrás a su esposa y sus hijos en Baltimore, su rutina diaria no dejaba espacio para la nostalgia. Su vida se movía entre planos, explosiones controladas, sudor y barro. Pero en ese caos encontró una inesperada conexión con Mary Eugénie Hibbard, una mujer excepcional para su época: enfermera jefe, pionera del cuerpo médico del canal, y responsable de coordinar los dispensarios que atendían a centenares de trabajadores, tanto caribeños como europeos y estadounidenses.

La relación entre Ricardo y Mary se tejía en los márgenes del deber, en las caminatas al final del día, entre las historias que él inventaba y los silencios que ella aceptaba. No había declaraciones, solo la complicidad de dos personas agotadas por una obra colosal que a ratos los devoraba. Tal vez no era más que un consuelo momentáneo, un refugio ante la soledad de una selva implacable. O tal vez no.

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La claridad de lo que nunca fue

En Metetí, donde el tráfico y la selva conviven con absurda naturalidad, Clara escribe. Lo hace desde la mesa de su casa en Metetí, en Darién, frente a una ventana desde la que ve pasar coches, motos, camiones cargados de madera, y escucha —a lo lejos— un gallo perdido en el tiempo. Mientras cocina sancocho, anota en su cuaderno frases, diálogos sueltos. Pero los fines de semana, con café fuerte y música de los 80 (siempre arranca con con Souvenir, de OMD), abre su Word y se entrega.

Esta noche escribe sobre Val.

Val es una escritora que escribe sobre escritores que escriben sobre la soledad. Clara la ha inventado, sí, pero a veces cree que la recuerda. Val vive en Nueva York, tiene una hija pequeña y una historia que nunca termina de contar. En su novela mezcla autoficción y biografías inventadas. Escribe, por ejemplo, sobre Iñaki R., un escritor vasco que vive solo en un faro y que escribe cartas que no envía.

«Querida L., hoy cociné arroz sin sal y pensé en ti igual. No logro escribir sin pensar que ya nadie leerá.»

Esa frase le dolió a Clara. Se la copió en el cuaderno. Le recordó a aquel cooperante italiano al que conoció en Goma, con quien compartió cama y libros, y una correspondencia dispersa a lo largo de los años sin llegar nunca a encontrarse del todo.

Otro personaje de Val es Muna, una escritora siria que vive exiliada en Berlín. Muna sólo escribe en los márgenes de periódicos gratuitos recogidos del metro. Su novela está compuesta por frases breves, casi susurros, como esta: «La patria es una habitación sin lámpara donde todos recuerdan pero nadie se habla.» Clara la leyó en una mañana de campo, rodeada de carpas improvisadas y olor a repelente, y la subrayó. A veces siente que la cooperación internacional es exactamente eso: una patria oscura habitada por gente bienintencionada que ha olvidado cómo escucharse entre sí.

Una noche, mientras escribe, Clara empieza a sospechar que Val está escribiendo sobre ella. No directamente, claro, pero hay una figura en el texto: una mujer que trabaja en una región tropical y fronteriza, que evalúa proyectos imposibles, que carga con una tristeza densa como las mochilas mojadas después de cruzar la selva. La llama simplemente “C.” Clara ríe, entre incómoda y enternecida. ¿La está inventando o recordando?

Lo más desconcertante es cuando Val —ya dentro de su propia novela— es leída por un joven escritor boliviano que asegura estar escribiendo sobre una autora mexicana que escribe sobre una cooperante solitaria en Panamá. Clara duda entonces de todo. ¿Es Val su creación o una memoria que la está escribiendo desde otra parte?

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Desesperanza en tiempos de Inteligencia Artificial

En el año 2150, el mundo había cambiado de maneras inimaginables. La inteligencia artificial, una vez vista como la cúspide del progreso humano, había exacerbado las desigualdades sociales y provocado una catástrofe natural sin precedentes. Cada uso de inteligencia artificial consumía cantidades masivas de agua, un recurso que se volvía cada vez más escaso.

En este mundo desolado, un grupo diverso de individuos excepcionales se unió con un propósito común: encontrar una solución. Entre ellos estaban Aria, una artista cuyas obras reflejaban la belleza y la tristeza del mundo; Kai, un técnico brillante con un don para la innovación; y Lila, una pensadora cuyas ideas desafiaban las normas establecidas. Junto a ellos estaban Malik, un ingeniero ambiental de origen africano; Mei, una bióloga molecular asiática; Javier, un sociólogo latinoamericano; y Aisha, una activista de derechos humanos del Medio Oriente.

El grupo estaba liderado por Elena, una líder visionaria y empática, conocida por su capacidad para inspirar y motivar a su equipo. Elena creía firmemente en el poder de la colaboración y el trabajo en equipo. Su liderazgo se destacaba en una época marcada por líderes insanos y autoritarios, y su cercanía y apoyo constante eran un faro de esperanza para todos.

Aria caminaba por las calles desiertas de lo que una vez fue una ciudad vibrante. Los edificios, ahora en ruinas, eran un recordatorio constante de la decadencia provocada por el uso desmedido de la inteligencia artificial. Sus pinceles y lienzos eran sus únicos compañeros, y con cada trazo, intentaba capturar la esencia de un mundo que se desmoronaba. Aria se sentía impulsada por la necesidad de expresar su dolor y esperanza a través del arte, buscando conectar emocionalmente con aquellos que aún tenían la capacidad de soñar con un futuro mejor.

Kai, por otro lado, estaba inmerso en su laboratorio improvisado. Rodeado de chatarra tecnológica, trabajaba incansablemente en un dispositivo que, según él, podría revertir el daño causado. Sus manos, cubiertas de aceite y polvo, se movían con precisión mientras ensamblaba las piezas de su última invención. Kai estaba motivado por la pérdida de su familia debido a la escasez de agua, lo que le daba una determinación inquebrantable para encontrar una solución.

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Mad World

Clara se sentó en una mesa del Santuario, un restaurante en el Casco Antiguo de Panamá. El lugar tenía un aire de historia y misterio, con sus paredes de piedra y su ambiente tranquilo. Clara, una cooperante que había dejado atrás su vida en África, ahora trabajaba en Panamá. Mientras tomaba un café, observaba el paso del tiempo y reflexionaba sobre su vida y sus deseos de escribir.

Eliana, su compañera panameña de la oficina, se unió a ella a la hora acordada. «¿Sabías que este lugar solía ser un monasterio jesuita?», comentó Eliana. «Fue construido en 1688 y, después de la expulsión de los jesuitas en 1767, el edificio pasó por varias transformaciones hasta convertirse en este restaurante. El Casco Antiguo de Panamá está lleno de historias como ésta».

Clara asintió, fascinada. «Es increíble cómo los lugares pueden cambiar tanto con el tiempo. Me recuerda a Clayton, donde está nuestra oficina. ¿Sabías que fue una base militar estadounidense hasta 1999? Ahora es la Ciudad del Saber, un centro de innovación y cultura».

Eliana sonrió. «Sí, y muchos escritores y artistas estadounidenses nacieron en Panamá, como el poeta William Carlos Williams y el novelista John Le Carré. También tenemos grandes escritores panameños como Rosa María Britton y Ramón Fonseca Mora, cuyas obras han marcado la literatura de los últimos 30 años».

Más tarde, Clara y Eliana fueron a La Finca del Mar, un restaurante con vistas a la Cinta Costera. «Este lugar tiene una historia interesante», dijo Eliana. «Solía ser una casa colonial antes de convertirse en un restaurante. Ahora es conocido por su ambiente relajado y su excelente comida».

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Mediocridad y Traición

En la penumbra de una tarde de otoño, Julián Marías caminaba por las calles de Madrid, sintiendo el peso de los años y de los recuerdos. Había sido un joven prometedor, un filósofo con ideas brillantes, pero la guerra y la dictadura habían truncado sus sueños. Fue delatado por aquellos que alguna vez consideró colegas, hombres como Carlos Alonso del Real y Julio Martínez Santa Olalla, quienes abrazaron el franquismo con fervor.

La denuncia llegó en una noche fría de 1940. Julián estaba en su despacho, rodeado de libros y manuscritos, cuando escuchó los golpes en la puerta. Sabía lo que significaban. Fue llevado a la cárcel, acusado de conspirar contra el régimen. En la celda, pensaba en sus amigos exiliados, en los intelectuales que habían huido para salvar sus vidas y sus ideas. Mientras tanto, las universidades se llenaban de profesores mediocres, aquellos que se aprovecharon del vacío dejado por los verdaderos académicos.

Sin embargo, no todos se volvieron en su contra. José Ortega y Gasset, su maestro, y Xavier Zubiri intercedieron por él, utilizando su influencia para conseguir su liberación. Gracias a sus testimonios favorables, Julián fue liberado el 24 de diciembre de 1941.

Los años pasaron y la sombra del franquismo se alargó sobre España. Las generaciones de estudiantes crecieron bajo la influencia de una educación sesgada, donde la mediocridad se disfrazaba de excelencia. Julián, aunque liberado, nunca dejó de sentir el peso de la traición y la injusticia.

Décadas después, en un café de Madrid, Javier Marías, Javier Cercas y Jordi Gracia discutían sobre aquellos años oscuros. Marías, con su estilo introspectivo, reflexionaba sobre cómo la historia se repetía en ecos silenciosos. Cercas, siempre inquisitivo, buscaba entender las motivaciones de aquellos que traicionaron a sus colegas. Gracia, con su profundo conocimiento de la literatura y la historia, aportaba una perspectiva crítica.

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Reunidas y entrelazadas

En un barrio de Madrid, donde las calles serpenteaban como los pensamientos de Clara, una cooperante que en su interior se sentía escritora, se reunieron diez almas destinadas a entrelazarse en un cuento coral. Almudena Grandes, con su mirada profunda y su voz cálida, fue la primera en hablar. Narró la historia de una mujer que, en la España de la posguerra, encontró en los libros un refugio contra la opresión. Su relato resonó en el corazón de Italo Calvino, quien añadió un toque de magia, describiendo cómo los libros de la mujer cobraban vida por las noches, susurrándole secretos del pasado y del futuro.

Carmen Martín Gaite, con su estilo íntimo y reflexivo, habló de una niña que escuchaba estas historias con la pureza de la infancia, absorbiendo cada palabra como si fuera un tesoro. Jorge Luis Borges, siempre en busca de laberintos y espejos, introdujo un giro inesperado: la niña descubría que los libros contenían no solo historias, sino también puertas a otros mundos. Cada vez que leía, se encontraba en un lugar diferente, viviendo vidas alternativas.

Ana María Matute, con su sensibilidad para los detalles y los matices de la vida, describió a la niña creciendo y convirtiéndose en una joven que, a pesar de sus viajes literarios, se sentía profundamente sola. Fue entonces cuando Philip Roth, con su aguda percepción de la condición humana, introdujo a un hombre que, como la joven, buscaba algo más allá de la realidad cotidiana. Se conocieron en una librería, y sus almas se reconocieron al instante.

Sara Mesa, con su habilidad para explorar las complejidades de las relaciones humanas, narró cómo la joven y el hombre comenzaron a compartir sus historias, descubriendo que ambos habían soñado con la muerte y habían visto morir a alguien. Sus relatos se entrelazaban, creando un tapiz de experiencias compartidas y secretos no revelados.

John Irving, con su maestría para crear personajes inolvidables, añadió una pareja de argentinos enamorados que, a pesar de las dificultades, encontraban en su amor una fuerza para seguir adelante. Belén Gopegui, con su compromiso con la justicia social, describió cómo esta pareja luchaba por un mundo mejor, inspirando a los demás personajes a hacer lo mismo.

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Encuentros en la Incertidumbre

En una pequeña ciudad, donde lo cotidiano se mezclaba con lo surreal, vivían personajes que parecían sacados de los relatos más enigmáticos. Gregor Samsa, quien una mañana despertó convertido en un insecto, se encontraba con Kafka Tamura, un joven que huía de una profecía oscura. Ambos compartían una sensación de incertidumbre constante sobre su existencia.

Un día, mientras paseaban por un parque, se encontraron con una mujer que parecía estar en dos lugares a la vez. Era la protagonista de uno de los relatos de Lydia Davis, quien siempre cuestionaba la realidad de sus relaciones. Juntos, decidieron visitar una catedral, donde se encontraron con un hombre ciego y su esposa, personajes de Raymond Carver, quienes les contaron sobre la incertidumbre que sentían al no poder ver el mundo de la misma manera.

En su camino, se toparon con un conductor de autobús que deseaba ser Dios, un personaje de Etgar Keret, quien les ofreció un viaje a través de sus pensamientos más oscuros y absurdos. Durante el trayecto, se unió a ellos una mujer que había encontrado la felicidad en los lugares más inesperados, una creación de Alice Munro. Su presencia les brindó un poco de esperanza en medio de tanta incertidumbre.

Al llegar a su destino, un río en el fondo de un valle, se encontraron con una joven que buscaba su identidad, un personaje de Jamaica Kincaid. Juntos, decidieron enfrentar sus miedos y dudas, compartiendo historias y experiencias que los unían en su incertidumbre.

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Un martillo para dar forma al mundo

Clara, una cooperante y escritora apasionada, organizó en el café Libertad de Madrid un cineforum para explorar la figura de Vladimir Mayakovski, un poeta cuya vida y obra la habían fascinado desde niña. Recordaba vívidamente la exposición de artistas rusos en el Museo Reina Sofía, a la que su padre la llevó, y cómo desde entonces se enamoró de la cultura y la vanguardia rusa.

El evento reunió a un grupo diverso de escritores: Juan Bonilla, Antonio Tabucchi, Lara Moreno, Ken Follett y Dmitry Bykov. Clara abrió la sesión presentando a los panelistas y explicando cómo cada uno había abordado la vida del poeta futurista.

Juan Bonilla habló de su novela «Prohibido entrar sin pantalones,» destacando cómo Mayakovski transitó de rebelde vanguardista a poeta nacional y finalmente a crítico del régimen. Antonio Tabucchi siguió con su cuento «Sueño de Vladímir Majakovskij,» describiendo las obsesiones y pasiones del poeta en sus últimos días. Lara Moreno resaltó la calidad lírica de la vida de Mayakovski, mientras que Ken Follett habló sobre su papel simbólico para los disidentes rusos.

Dmitry Bykov, conocido por su biografía del poeta, destacó cómo Mayakovski sigue siendo una fuente de inspiración y resistencia en la Rusia moderna. Bykov también mencionó su proyecto «Citizen Poet,» donde satiriza la realidad social y política de Rusia a través de versos basados en poemas famosos.

Clara exploró la relación entre la cooperación internacional y Mayakovski, explicando cómo el poeta simbolizaba la lucha por la libertad de expresión y la resistencia contra la opresión, valores fundamentales en su trabajo. Utilizaba a Mayakovski para inspirar a otros a luchar por la justicia y la igualdad.

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Nuestra Misión en la Adversidad

Querido equipo,

Hoy quiero compartir con ustedes algunas reflexiones sobre los últimos meses de nuestro trabajo y lo que nos espera. El donante principal ha rescindido nuestros contratos, pero nuestra misión no puede detenerse. En los campamentos de Bajo Chiquito y Lajas Blancas, hemos visto llegar a familias cansadas y en ocasiones asaltadas en la selva del Darién. No podemos abandonarlas ahora.

Pasamos nuestras vidas preocupándonos por lo que podría suceder, pero lo imposible es solo lo que nunca ha pasado. En este mundo impredecible, no podemos culpar a nadie por fallar en sus predicciones. Lo mejor del futuro es que no lo conocemos. Nuestra vida son los otros, y nos conocemos conociendo a los demás.

Es evidente que esto pasará, pero nada será igual. Debemos mantener lo eterno que nos ayuda a ser: el amor, la amistad, la fraternidad y la solidaridad. La mayor alegría que podemos permitirnos es comenzar de nuevo. Vivir es bello porque siempre es comenzar, cada instante.

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