Se preguntaba Anne Carson, en uno de sus poemas, cómo sería vivir en una biblioteca de libros derretidos, «con frases corriendo sobre el suelo / y toda a puntuación / asentada en el fondo como residuo»: «Sería confuso. / Imperdonable. / Una gran aventura». Ella cree que las palabras rebotan; que, «si las dejas», harán lo que quieran, y, lo más importante, «lo que tienen que hacer». Pero mientras, la autora canadiense, hija sana de la cultura clásica, las ordena para sus lectores con gracia y elocuencia, con terrible belleza y dolor.
Tanto que ha dicho, Carson, tanto aún por decir: (1) sobre la misma sabiduría, (2) sobre el deseo -cree que los hombres lo confunden con actividad sexual-, (3) sobre el placer rudo de la carne, (4) sobre el amor, (5) sobre el desencanto, (6) sobre las traiciones y la lenta erosión de los seres femeninos. (7) Sobre el mito de Hércules y Gerión en clave homoerótica, (8) sobre el misticismo como forma de trascender los límites de la filosofía. (9) Sobre la verdad buscada en ese espacio que queda entre el mismo texto escrito en dos idiomas distintos, en la formación de un tercer lenguaje donde encontrar la grieta que lleva a la luz. (10) Sobre la fotografía como forma de muerte. (11) Sobre el desconcierto.
Su voz saturada de voces; sus textos sudando cientos de referencias culturales: Anne Carson es imposible de alcanzar, erudita e irónica, sutil siempre. En sus yemas están los amigos de siempre: Woolf y Proust, Lispector y Kant, Keats, Keats, mucho Keats, y las hermanas Brontë. También Hitchcock. Y Ovidio, claro. Y Aristóteles. Piensa viejo y piensa nuevo, pero con una universalidad antigua que apela, antropológicamente, al fondo de lo que somos: al leerla sabemos que estamos ya haciendo pie.
Anne Carson ha escrito mucho sobre hombres y mujeres, con especial magnetismo en La belleza del marido, un ensayo narrativo en 29 tangos sobre la erosión de un amor por las mentiras y las traiciones de él: “Mi marido mentía en todo/ Dinero, reuniones, amantes / el lugar de nacimiento de sus padres, / la tienda donde compraba sus camisas, / la ortografía de su apellido. / Mentía cuando no era necesario (…) leal a nadie, mi marido».
En esa misma obra reflexiona, a partir del fracaso de su romance, sobre los tentáculos del erotismo: «No me da vergüenza decir / que le amé por su belleza (…) Ya sabes que la belleza hace posible el sexo«. Los dardos vuelan: «La vida implica riesgos. El amor es uno. Riesgos terribles». O «abolir la seducción es la meta de una madre”, en referencia a un noviazgo no aceptado por la familia.