Mi amigo Benet era un adicto a todo tipo de drogas.
Mi amigo Benet decía que a los raros les pasan cosas raras.
Una de esas veces en que Benet estaba contando alguna de sus historias a algunos parroquianos de nuestro bar, uno le respondió con asombro “Qué pinta un borracho, cocainómano, cazadotes fallido como tú en una empresa tan alta”. (*)
Que la personalización es la clave del seguimiento lo aprendí antes en “radio a vivir”, que en mi propio trabajo.
Benet se casó dos veces. Su segunda mujer era y es una poeta de renombre.
Una vez en la que le pregunté a Benet que en qué pensaba (“una moneda por tus pensamientos, le solía decir”), me dijo (no antes de asegurarse de que yo le diera un dólar) que pensaba en que si cuando él muriera harían algo con sus cuadernos. Esos cuadernos que se amontonaban en los cajones de su casa sin orden ni concierto. Esos cuadernos en los que había anotado pasajes de su vida, anécdotas, pensamientos, deseos, descripciones, ideas, pesadillas, fobias, temores, esperanzas y tristezas. Cada cosa con su fecha y su lugar. Pensaba en si alguien ordenaría y publicaría sus cuadernos como esas cartas de amor entre Albert Camus y Maria Casas.
Benet me preguntó entonces, como yo me podría preguntar ahora, si se notaba en su cara. Si se notaba esa cara de pena que tenía. Yo entonces le dije que la pena se la da cada uno a uno mismo. En cuestión de penas, los demás no cuentan ni importan.
Pero casi todas nuestras charlas eran alegres y desordenadas. Anárquicas. Aunque en muchas de ellas había un denominador común: el cine. Entonces nuestras conversaciones saltaban de Bogard a Bacall, a sus amigos Hepburn y Tracy, de ahí a Grant y Stewart, Lombard y Gable, y así sin parar.
Traté de ayudarle, pero ni modo. Y Benet desapareció.
Y otra vez volví a la nostalgia y a subir las cumbres por el lado malo, el norte. Donde nadie me llamaba. Y en esa montaña, en su cara norte, me encontré espiando y robando esta conversación tan profunda de mis compañeras:
-Qué destino tan terrible el de nosotras las lagartijas
-Vivimos, es verdad, pero nuestra vida no tiene interés, nadie se fija en nosotras. ¿Por qué no habré nacido ciervo?
-Yo creo que vivir modestamente tiene también sus ventajas- respondió la otra lagartija (**)
Con mi amigo Benet, llegamos a la conclusión de que ningún punto, fuera de llegada o de salida, ningún punto en el camino, ninguno, iba a resolver el misterio. Nadie ni nada iba a dar o tener todas las respuestas que buscábamos.
Referencias
(*) El día del Watusi (Casavella, p 36 y 37)
(**) El gran libro de las fabulas