Clara, recién llegada de su viaje, se instaló rápidamente en su rutina diaria en la ONGD, pero su mente seguía vagando por los rincones oscuros de su alma.
En su pequeño apartamento, Clara se enfrentaba a su soledad. Sabía que sus penas no provenían de un mal ajeno, sino de algo más cercano, algo que la había acompañado siempre. No era casualidad que atrajera los golpes; se veía reflejada en las mujeres maltratadas que una y otra vez atraen la violencia. La palabra «terminus» rondaba su cabeza, pero no podía permitirse caer en la desesperanza.
Clara decidió que debía poner fin a su pena. Reconoció que los males que la aquejaban eran sombras de deseos insatisfechos y ambiciones desmedidas, meras fachadas de lo que quiso ser y nunca fue. Sin rumbo aparente, su vida parecía una hoja en blanco, sin escribir, sin ser escritora, sin vivir.
En medio de su reflexión, Clara escuchó una canción con la palabra esperanza. Recordó las ciudades que había visitado, l@s amig@s que había hecho y las pequeñas alegrías que había experimentado. Decidió que, a pesar de ser su propio enemigo, podía encontrar la felicidad. La amistad y la solidaridad tal vez se convirtieran en su ancla.
Una noche, mientras escribía un relato, Clara sintió una liberación inesperada. Las palabras fluían como nunca antes y, con cada frase, sentía que se despojaba de un peso antiguo. Al terminar, miró por la ventana y vio la noche fría iluminada. Por primera vez en mucho tiempo, Clara sonrió con sinceridad. Había encontrado algo de su voz en mitad de aquel pozo y, con ella, una nuevo sendero. La oscuridad que la había acompañado durante tanto tiempo quizás podría comenzar a disiparse, dejando espacio a una luminosa sonrisa.
