
El final
Lo peor no fue que la despidieran.
Lo peor fue que, antes de hacerlo, la invitaron a una sesión de mindfulness institucional titulada:
“Dejar(se) ir con gratitud: resiliencia emocional en procesos de reingeniería humana”.
A las 9:30 am EST. En sala Zoom B.
El principio
Eva Métrica llevaba doce años alineando indicadores, sistematizando aprendizajes y midiendo resultados en una organización internacional de desarrollo.
Su función formaba parte de una unidad creada —al menos sobre el papel— para garantizar “la cultura de la evidencia”.
Aunque últimamente sospechaba que lo que realmente hacían era encuadrar narrativas.
A veces con enfoque de género. A veces sin.
La trama
Cuando se anunció la “revisión estructural orientada a la sostenibilidad organizativa, la organización del mañana” (RE-SOMA™), respiró. Esto va de desempeño —pensó— y yo lo tengo. Creyó que se salvaría.
Tenía buenos KPIs. Cumplía deadlines. Había sobrevivido a siete direcciones distintas, dos auditorías externas, un jefe hipertóxico y a la implementación piloto de la gloriosa Metodología Ético-Adaptativa Ágil Humanista —MEAH™, para abreviar, aunque nadie supiera qué significaba del todo. (Aunque, en cierto modo, las siglas ya lo decían todo).
Una planificación estratégica pensada para “poner a las personas en el centro”, aunque luego nadie supiera en qué centro ni a qué personas se referían.
El MEAH (si no es un fan de la Métrica, esta sección no añade gran cosa, la puede saltar)
La MEAH™ combinaba lo peor del management ágil con lo más etéreo del coaching emocional: ceremonias sin entrega, tableros sin proyecto, retrospectivas sin memoria.
La vendieron como un “nuevo paradigma de colaboración consciente”; terminó siendo una carrera sin meta, flanqueada por reuniones interminables pero si puntos de acción claros, dashboards que nadie miraba y sistematizaciones generadas por IA que, de haber sido leídas, tampoco se habrían entendido.
(Más que innovación, era una coreografía de PowerPoint en un ecosistema sin alma, conducida por un liderazgo de meditación guiada).
En la práctica, fomentaba la competitividad individual, la multiplicación frenética de productos y una cultura de productividad sin propósito.
Sin incentivos. Sin liderazgo real. Solo métricas en cascada… y muchas sonrisas de slide animado.
Recortes de personal
Pero pronto quedó claro el verdadero rumbo de aquella “revisión estructural orientada a la sostenibilidad organizativa, la organización del mañana”.
Esto no iba de eficacia ni de impacto.
En una reunión global, incluso la Dirección lo admitió. O más bien hizo ese gesto tan suyo: «reconocer sin reconocer«.
Con tono aséptico y un lenguaje cuidadosamente anodino, anunciaron recortes de personal: «Porque llevábamos años trabajando en silos. Porque no había eficiencia y habíamos crecido de forma descontrolada». Como si acabaran de descubrir el fuego.
Fue como en Casablanca, cuando el capitán Renault exclama: “¡Estoy escandalizado! ¡Acabo de enterarme de que aquí se juega!”, justo antes de recoger sus ganancias en el Café de Rick.
También aquí, la Dirección proclamaba —con mucho dolor— la necesidad de recortes de personal por doquier (esta vez sí: de abajo a arriba, aunque diciendo pero sin decirlo, con énfasis en el “abajo”), porque los procesos de medición de desempeño individual, por equipos y por países no servían.
(Todos sabían que nunca habían servido. Que no servían ni para simular que servían.)
Pero eso sí: sin consecuencias. Faltaba más.
De paso, la Dirección reconoció, esta vez, reconoció «reconociendo de verdad» -con esa serenidad que solo otorgan, como a los monarcas, la inviolabilidad del puesto y el blindaje contractual de por vida- que justo antes habían tenido que subir de grado (y sueldo) a todos los directivos de sede. Pobres, no veían futuro a su carrera. Y claro, eso arrastró también a los directivos de los directivos, que no iban a tolerar quedarse al mismo nivel que sus hasta entonces súbditos y vasallos —y sin ascenso— por pura solidaridad jerárquica. Los pechos de algun@s ya parecían vitrinas de museo militar de república satélite soviética: cintas, medallas, insignias y una pulsera de “Mindfulness y Mérito™” que daba acceso restringido y privado a la zona más zen del comedor (esa zona exclusiva, con el lema: no dejemos a ningún directivo atrás).
Una semana después, en otra reunión global del personal, volvieron al mismo guión —esta vez con cara de circunstancia y un PowerPoint corporativo— para decir, sin decir, que:
- La gestión del talento era una pantomima.
- Que no existía forma de medir el desmérito.
- Y lo más grave: que tampoco les interesaba encontrarla.
- Ah, por si las moscas, que a nadie le quitase el sueño: que los pobres directivos lo pasaban -y lo seguirían pasando- muy bien en la zona más bárbara, bacana, chévere, guay y zen del comedor.
La reestructuración
Al final, RE-SOMA™ fue lo que ya era desde el principio: una pelea chiquita vestida de estrategia.
Gallos de corral con discurso de águila, líderes que alardeaban principios como quien agita una bandera sin mástil.
Gallos de moral, sí —que todos tenemos—, pero enanos éticos cuando tocaba bajarse del PowerPoint y tomar decisiones de verdad.
Una poda presupuestaria servida con sonrisas institucionales y smoothies de liderazgo positivo.
Y lo más grave: se presentó como un proceso participativo de abajo a arriba, pero fue una chapuza disfrazada de escucha activa.
Un foro sin foco donde todo el mundo dijo todo sobre todo y nadie decidió nada.
Una tragicomedia de Excels compartidos, encuestas, y salas de Miro llenas de post-its que decían “coherencia”, “confianza” y “resiliencia” (hasta se hizo un BingoTownhall para las reuniones de «Todo el personal»)
Un ejemplo perfecto de cómo la participación puede convertirse en antipolítica: una herramienta para diluir responsabilidades, generar ilusión de consenso y legitimar decisiones ya tomadas.
O como dijo Eva en una de esas reuniones: “Esto no es participación, es decoración consultiva.”
Especialmente cruel para quienes estaban más abajo en el organigrama.
Era el desenlace previsible de años de falta de accountability —o, como prefería llamarlo Eva, el arte de delegar consecuencias hacia abajo—, donde la Dirección, en un proceso gatopardiano de manual, empujaba a la organización hacia la organización del futuro, solo que vaciada de mucha gente muy importante para el buen desempeño organizacional, sin alma y con la credibilidad institucional completamente vaciada.
Cuando supo que varios compañeros —muy buenos, comprometidos, con experiencia, con campo, con criterio y con ética— iban a ser despedidos, algo en ella se fracturó.
Ese mismo día, dejó de usar expresiones como “aproximación adaptativa”, “valor agregado” o “teoría del cambio”.
Pegó un post-it amarillo sobre su monitor:
“No todos los indicadores tienen alma.”
El Manifiesto
Tras muchas conversaciones de café y unas cuantas cervezas de más en la terraza del bar La Multilateral, que le gustaba porque sonaba en bucle una canción viral entre oficinas nacionales y regionales —MoU, Memorandum of Understanding en remix electrónico, pronunciado Emoyu,—, escribió un manifiesto.
Lo tituló: “Nos podrán despedir, pero no podrán convertirnos en una lección aprendida.”
Con toda su ingenuidad, lo compartió por correo, pensando que iba solo al personal técnico.
Pero no: lo envió al mailing global de toda la organización. Incluyendo a la Dirección.
El manifiesto era una invitación a la reflexión, a la autocrítica, a un cambio real de cultura organizacional: una que pusiera a las personas por delante de los procesos, que recuperara la verdad operativa, el reconocimiento del error, y una rendición de cuentas también desde arriba.
Citaba a Aranguren, a Freire, a Fanon, a Fals Borda, y a una colega de terreno que nunca hablaba, pero siempre actuaba…y a Les Luthiers, porque en estructuras tan rígidas solo el absurdo puede abrir una rendija.
Terminaba con una frase sencilla: “O dejamos de fingir, o dejaremos de importar.”
Nadie lo firmó
Bueno… nadie se extrañó cuando nadie firmó el Manifiesto oficialmente. Ni siquiera se extrañó Eva.
Teresa —su amiga de siempre, rigurosa, sistemática, precisa, una máquina; Eva la llamaba «la RoBot» en broma— tampoco lo firmó.
No porque no creyera en el manifiesto, sino porque no creía en los movimientos colectivos. (Cuando Teresa le hablaba de que, en su cultura, era más importante el agency que el sistema, Eva siempre se perdía: no era una cuestión de agency o sistemas, era más simple: una cuestión de ética).
“Ya sabes… al final no van a ninguna parte.” “Se llama pluralistic ignorance” —añadió Teresa luego, tras otro sorbo de cerveza IPA—, “cuando todos piensan lo mismo, pero nadie lo dice, porque todos creen que nadie lo piensa.”
Eva asintió pero respondió:
“A mí me suena más a bystanding effect —efecto espectador, ¿no? Cuando todos ven el incendio pero nadie llama a los bomberos.”
“Porque en contextos jerárquicos, todos han visto ya a alguien arder por hablar demasiado. A veces literalmente. Les dijeron que no eran constructivos, que les faltaba asertividad, empatía, inteligencia emocional y hasta carisma con la complejidad —esa palabra mágica que lo mismo servía para nombrar la realidad que para justificar cualquier cosa. Que un profesional no podía permitirse no saber conducir sus emociones. Así que aprendieron la lección más estratégica de todas (y la más resiliente, por supuesto): que en ciertos contextos, lo más profesional era callarse. Y asentir con los ojos.”
“O, si quieres, institucionalización de la apatía estratégica.”
Las consecuencias
Alguien más que respondio con un «gracias», reenvió también el mensaje de Eva a RRHH con copia oculta.
Otra persona lo compartió —por error— en el grupo de WhatsApp de Yoga y Resiliencia, donde fue intensamente comentado. Con emojis. Muchos.
La Dirección respondió con una circular neutra, impresa en el color corporativo:
“Recordatorio sobre canales apropiados para expresar sentimientos estratégicos.”
Días después, Eva recibió su carta de despido.
Firmada por un chatbot llamado EthicBot.
Asunto: “Gracias por tu trayectoria, tu entrega y tu narrativa.”
Le ofrecieron un pack de transición emocional. Incluía:
- Un curso online: “Reinvención Positiva con Canva”
- Tres sesiones de coaching con un especialista en “liderazgo empático bajo presión”
- Un certificado de: “Especialista en Cuadratura de narrativas frente a la amenaza de la verdad operativa Nivel 2”
Eva lo rechazó todo.
En la sede
Antes de que terminara su contrato, el azar —ese viejo bromista institucional— quiso que visitara por última vez la sede, donde estaba la Dirección (cual Frodo a destruir el anillo). Fue por otra conferencia. Tenía que presentar un caso de estudio en un evento titulado, con toda solemnidad:
“Evidencia para cambiar el mundo participativamente y con rostro humano”, organizado, por supuesto, por su propia institución. La misma que en estos momentos colocaba “rostro humano” en sus PowerPoints, mientras en sus pasillos apenas se cruzaban miradas.
Último acto
Imprimió su manifiesto varias veces, lo dobló en tres, y lo dejó en el baño de cada piso, incluido el del último —el de la Dirección—, justo debajo del cartel institucional, plastificado en color corporativo, que decía:
“Lávate las manos antes de volver a transformar el mundo.”
Y justo debajo, como quien responde con tinta lo que no se puede decir en voz alta, escribió en rotulador permanente:
“Podrás lavarte las manos, pero no la conciencia. Esa mancha no sale ni con jabón de liderazgo transformacional.”
Y una línea más abajo, sin temblor en el pulso:
“Si te quedara un mínimo de dignidad profesional —o lo que quede tras tanto coaching de compasión radical—, ya estarías redactando tu dimisión al final de esta tragicomedia estructural que tú mismo ayudaste a escribir.”
Fue su último acto de rebeldía en la organización. Esta vez sí: plenamente intencionado. Con un epílogo también:
«P.D.: El marcador se lo dejé en el dispensador de gel antibacteriano. Por si alguien más quiere sumar líneas«
Epílogo
Semanas después, descubrió que su texto y sus palabras de despedida habían sido incluidos —sin nombre, por supuesto— en un manual de buenas prácticas de otra ONG, bajo el título:
“Narrativas de cambio emocional: el poder de la voz colaborativa en entornos líquidos.”
Ahora vive en una casa pequeña, con una cafetera vieja, un gato que odia las reuniones por Zoom,
y una tabla de indicadores de fracaso personal que actualiza con ironía:
- ✅ Fallé en cambiar la cultura organizacional con un Google Doc.
- ✅ Fui invisible en una causa justa.
- ❌ Creí que mi dignidad tenía KPI.
- 🔄 Sobreviví sin convertirme en cínica. En proceso…
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Nota (por si acaso):
Este texto es ficción. Cualquier parecido con realidades concretas organizativas, pasillos enmoquetados en esa ciudad donde operan los superhéroes de Marvel (tan lejos de los problemas reales) o PowerPoints animados es pura coincidencia… o pura intuición narrativa.
Las opiniones expresadas no representan a nadie salvo a los personajes inventados. Y ni siquiera ellos están del todo seguros.
P.D.1: El marcador creo que sigue en el dispensador de gel antibacteriano. Por si alguien más quiere sumar líneas.
P.D.2: No se trata de una sola organización, sino de un arquetipo del sector de desarrollo internacional: donde el discurso del cambio, la participación y el impacto convive —no sin fricción— con estructuras muy jerárquicas, procesos demasiado burocráticos, y una retórica de empatía que a veces oculta desconexión humana real.
P.D.3: Estas organizaciones son necesarias. Tan necesarias como que alguien recuerde que el alma institucional no se mide en Excel ni se terceriza por consultoría. Lo que sí necesitan -con urgencia, y sin facilitador externo- es repensarse desde la coherencia, el mérito, el liderazgo sano y la verdad operativa.
P.D.4: Y para quienes pidan cierre emocional con música de fondo, aquí les dejo esta joyita: Emoyu
