
El taller se llamaba “Making Space with TRIZ”.
Clara pensó que, por fin, alguien iba a mover las mesas para hacer espacio real.
Tenía razón: lo primero que hicieron fue reacomodar las sillas en círculo. Después, votaron el nombre del subgrupo encargado de documentar el proceso de reacomodo.
La consigna era simple:
“Hagamos una lista de todo lo necesario para lograr el peor resultado posible.”
Risas, marcadores, papelógrafos.
Un técnico propuso: “Duplicar los informes, triplicar las reuniones y enviar correos sin asunto.”
Aplausos.
Alguien anotó: “Asegurarse de que nadie lea las actas, pero que todos las firmen.”
Ovación.
TRIZ, decía el facilitador, era destrucción creativa.
Clara lo entendió enseguida: estaban destruyendo la creatividad con método.
En el segundo paso, debían identificar qué de esa lista ya estaban haciendo.
Silencio.
Hasta que una administradora levantó la mano y dijo con ternura:
—Todo.
Y se rieron tanto que la pausa café se extendió dos horas.
Luego crearon un comité para sistematizar los resultados del humor emergente.
El facilitador, entusiasmado, habló de “liberar estructuras”.
Pero cada liberación venía con un formato en Excel.
Se habló de “hacer espacio para la innovación” y, efectivamente, movieron los archivadores al pasillo.
Ahora no se podía pasar, pero el ambiente se sentía “más dinámico”.
La Ley de Parkinson se paseaba por la sala con su sonrisa burocrática:
cada tarea se expandía hasta ocupar todo el aire acondicionado.
El acta del TRIZ terminó teniendo treinta y siete páginas y un anexo fotográfico de las risas.
Clara escribió:
Hemos alcanzado el peor resultado imaginable, y con indicadores verificables.
El tercer paso consistía en decidir qué dejar de hacer.
El grupo votó por “dejar de dejar de hacer”.
El facilitador, sin captar la ironía, aplaudió la “doble negación propositiva”.
Se hizo un mural con la frase.
Clara observó los post-its, las dinámicas, el entusiasmo de los presentes.
Era un carnaval de eficiencia invertida.
Pensó que quizá la innovación no necesitaba espacio, sino silencio.
Pero ya había un grupo trabajando en “Silencio Participativo: Guía para un Proceso Más Inclusivo”.
Al final, pidieron conclusiones.
Clara entregó una hoja en blanco.
El coordinador la miró, perplejo.
—¿Y esto?
—Versión mínima viable del aprendizaje —respondió.
Hubo un segundo de incomodidad, luego una lluvia de aplausos.
El documento fue nominado a “Buena Práctica en Síntesis Conceptual.”
De regreso a su escritorio, Clara pensó que tal vez el problema no era la ineficiencia,
sino que el sistema, como un animal antiguo, sólo sabía reproducirse a sí mismo.
Abrió un nuevo archivo y lo tituló:
“Manual para No Hacer Nada (edición piloto).”
Y por primera vez en años, no lo guardó.
