
Imaginemos un mundo donde los grandes escritores de ficción nunca tomaron la pluma. ¿Qué habría sido de Julio Cortázar si, en lugar de escribir «Rayuela», hubiera sido un profesor de literatura atrapado en la rutina académica? ¿O de Roberto Bolaño, si se hubiera conformado con ser un vagabundo eterno, sin plasmar sus «Detectives salvajes» en el papel? ¿Qué habría sido de Samuel Beckett si, en lugar de escribir «Esperando a Godot», hubiera sido un oscuro funcionario en una oficina gris? ¿O de Italo Calvino, si se hubiera conformado con ser un ingeniero, calculando estructuras en lugar de tejer «Las ciudades invisibles»?
¿Habrían resistido otra clase de oficio? La escritura, para muchos de ell@s, no era solo una profesión, sino una necesidad vital. Sin embargo, ¿habrían sido más felices en otras ocupaciones? La felicidad es esquiva y no necesariamente se encuentra en el éxito literario. Tal vez Cortázar habría encontrado paz en la enseñanza, o tal vez no. Tal vez Woolf habría encontrado satisfacción en la lucha social, o tal vez no.
El mundo sin estos escritores sería un lugar más pobre en imaginación y reflexión. Sin Italo Calvino, no tendríamos «Si una noche de invierno un viajero» para perdernos en sus laberintos narrativos. Sin Elena Ferrante, la literatura contemporánea carecería de su aguda exploración de la identidad y la amistad femenina. Sin Haruki Murakami, no tendríamos sus mundos oníricos y surrealistas. Estos autores nos han marcado profundamente, no solo por sus historias, sino por la manera en que nos han hecho ver el mundo. La literatura, al final, es un espejo de nuestra humanidad, un reflejo distorsionado pero revelador de nuestras propias vidas.
