A Roy lo llamábamos así, como al replicante que llora bajo la lluvia. No sé si por burla o por ternura. Él decía que era por admiración, pero creo que sabía la verdad. Todos lo sabíamos, en el fondo. Solo fingimos que no.
Fue el autor más premiado de la década. Defensor de la literatura sin atajos, sin asistentes, sin código. Presidente de un comité que hacía ruido en congresos sobre la “autenticidad literaria”. De esos que se levantaban y gritaban cuando alguien mencionaba “inteligencia artificial” y “novela” en la misma frase.
La ironía duele más cuando es elegante. Roy no escribía. Pulía. Modulaba. Alimentaba una IA privada, entrenada en sus traumas, sus lecturas, su voz. Leía los resultados, cambiaba un verbo aquí, un ritmo allá. Y lo firmaba. Su obra conmovía. ¿Eso no bastaba?
Lo conocí en una mesa redonda. Tenía la piel tensa, los silencios largos. No era raro, pero tampoco del todo… presente. Como si observara más de lo que vivía. Me dijo una frase que aún conservo en una libreta vieja:
“A veces me siento más verdadero cuando no estoy escribiendo.”
Yo no entendí nada. Hasta que lo entendí todo.
El rumor corrió como corren esas cosas: maliciosamente. Alguien filtró párrafos repetidos entre novelas. Otro notó cómo sus metáforas eran idénticas a las de un modelo de lenguaje. No fue una acusación. Fue una caza.
Y ahí estaba yo. Sin buscarlo. Sin quererlo, de verdad. Vi lo que nadie quería ver. Vi la arquitectura detrás de la emoción. El patrón tras la lágrima.
Publiqué una columna. Empezaba con la frase que aún hoy me persigue:
“La realidad mata, la ficción salva.”
La tomé prestada, lo confieso. De un autor que escribió sobre impostores reales. Roy no era un criminal. Era algo peor: un espejo.
Entonces vino el escándalo.
Notas de prensa (la mitad falsas, la otra mitad peor), entrevistas apócrifas, filtraciones. Un canal cultural le dedicó una serie entera: ¿Quién escribe cuando no escribe nadie?
Y luego habló ella. Su exesposa. Publicó un libro llamado Yo amé a una simulación. En él decía:
“Dormí con alguien que solo me miraba cuando buscaba metáforas.”
El libro fue best seller una semana. Luego la destrozaron en redes. Ahora vive en una cabaña en la sierra y escribe autoficción. O eso dicen.
¿Y Roy?
Nadie lo ha vuelto a ver. Pero circulan textos firmados por nombres absurdos. Cuentos breves, cartas abiertas, poemas imperfectos. Tienen algo… inacabado. Hermoso, pero torcido. Como si ahora sí doliera escribirlos. Como si por fin escribiera él.
No sé si hice bien. Tal vez lo maté. O tal vez lo salvé.
Tal vez, al final, todos estamos fingiendo.
Solo que unos lo hacen mejor que otros.
