Me fui de Lima en secreto, como si el pudor me lo exigiera, como si la ciudad de mi juventud y mis ficciones debiera preservarse intacta de mi decadencia. Fue Morgana quien organizó el viaje, y Álvaro, fiel hasta el final, quien aceptó mi último capricho sin protestar. Nadie debía saber que el viejo escritor, el que había poblado de historias la capital peruana, volvía para despedirse.

Fue en la madrugada del 12 de abril de 2025 cuando pusimos pie en la ciudad. Tenía el aliento del Pacífico en la cara y el temblor de los andenes de la infancia bajo los pies. Pedí que me llevaran primero al Leoncio Prado. Estaba cerrado, tapiado, como un recuerdo endurecido por el tiempo. Allí había nacido «La ciudad y los perros», esa novela cruel que me ganó enemigos y lectores.

De ahí fuimos a La Crónica, la redacción vieja en la avenida Tacna. No quedaba casi nada, salvo un letrero oxidado y el eco de las discusiones con Zavalita. Pensé en «Conversación en La Catedral» y en aquella Lima de dictaduras y resignación, donde la pregunta seguía sin respuesta: «¡En qué momento se jodió el Perú?»

En Barranco creí ver a la niña mala, o su fantasma, sentada frente al Puente de los Suspiros. Me sonrió, tal vez por cortesía, tal vez porque sabía que también era su última vez en estas calles. «Travesuras de la niña mala» me acompañaba como un eco de amores imposibles y de ciudades que se desvanecen.

Me dolía la espalda, las rodillas, incluso la memoria, pero quería seguir. Nos acercamos a la Plaza San Martín. Me senté en un banco, con un sombrero que me cubría la cara y unas gafas que ocultaban los ojos. Nadie me reconoció. Mejor así. Escuché a un grupo de jóvenes hablar de literatura. Uno mencionó a «Vargas Llosa» con desdén, otro con admiración. Yo me sonreí.

Antes de que el día acabara, pedí volver a Miraflores. Caminamos por el malecón, como tantas veces lo hicieron mis personajes. El viento marino parecía despedirse también. Miré al horizonte, donde el sol bajaba lento, sin urgencia. Sentí que era justo terminar así: sin discursos, sin homenajes, sin flashes. Solo Lima, mi ciudad ficcional, y yo, el autor que tanto la usó, que tanto la amó.

No dije nada. No hacía falta. El silencio fue el último párrafo.