
Le escribo por WhatsApp como si fuera una cuerda: ni muy tensa ni muy floja.
Mi hijo Diego está estudiando primero en una Universidad en una ciudad de Francia, yo a unos ocho mil kilómetros, pero cuando me llegan sus mensajes, la distancia se reduce a lo que tarda en vibrar el teléfono.
«¿Tú crees que si le contesto eso sueno borde?», me dice.
Releo el hilo. Está compartiendo piso con tres compañeros. Uno de ellos, Pere (nombre ficticio para efectos de este relato, pero bien podría llamarse “Muchacho Intensito”), ha ido subiendo el tono como quien hierve la leche a fuego lento. Le exige, con insultos y agresiones, limpieza, puntualidad, obediencia. Le habla como un sargento chusquero faltón a un recluta torpe.
Diego quiere responder sin entrar en su juego, pero sin dejarse pasar por encima. Me pide ayuda. No explícitamente, claro. Tiene 18 años y prefiere que parezca que está decidiendo todo solo.
Respiro. Es justo uno de esos momentos que imaginé cuando le hablaba, de más pequeño, de cosas como la resiliencia, la asertividad, o ese superpoder llamado empatía.
(Él solía responderme como diciendo “Papá, eso suena a TED Talk, ¿vale si solo intento no cagarla?”).
Ahora me manda su borrador de respuesta. Está bien. De verdad. Le ha salido algo que dice “no acepto cómo me hablas”, sin decir “eres un gilipollas” (que también sería comprensible). Le marco dos frases que suavizaría y otras que reforzaría. Es como afinar un instrumento: no le toco la música, solo ajusto la tensión.
Y entonces me doy cuenta: esto es justo lo que quiero escribir en el blog.
No sobre Diego y Pere en pelea de patio de preescolar, ni sobre la mugre del piso compartido.
Sino sobre ese instante: el momento en que un hijo elige cómo se posiciona frente a alguien que lo desubica, y lo hace sin perder los papeles.
Ni calla.
Ni grita.
Responde con la dignidad justa.
Mientras le escribo, él ya está mandando su mensaje. Lo veo en la doble tilde azul.
Después me pone un simple:
«Lo he mandado. Gracias, papá.»
Me sonrío. No tanto por el “gracias”, sino porque no ha necesitado más que eso. Ni victoria ni drama. Solo un acto simple, cotidiano y crucial: defenderse sin dejar de ser él.
