Uno de esos libros menores de Paul Auster, pero indispensables para explorar su obra, es ‘Creí que mi padre era Dios’, un conjunto de historias escritas por radioyentes y recopiladas por el novelista neoyorquino para componer una obra absolutamente imposible y descabellada a la que llamó ‘Proyecto de un Relato Nacional’, pues pretendía, mediante un coro de voces anónimas, juntar un millón de detalles, de historias pequeñas, para elaborar el rostro de una nación, para sugerir esa otra historia hecha de sucesos íntimos que nunca tiene sitio en el relato oficial de la Historia.
Lo esencial en este libro de Auster que no escribió Auster es que el narrador norteamericano cede a la convicción de que todo el mundo tiene algo memorable que contar. Lo importante, lo que señala la estatura como narrador de Auster en ese libro que no escribió él, es el hecho de que la inmensa mayoría de las historias recopiladas suenan a él, son eminentemente austerianas, demostrando que Auster es de esos creadores que ha conseguido imponer una voz, una particular manera de mirar el mundo para permitirnos oírla o descubrirla, para que percibamos su tacto en obras en los que ni su voz ni su tacto han intervenido (más allá de la obvia intervención que el acto de seleccionar implica).
Este asunto de imponer una voz no tiene por qué darse siempre en autores que nos resultan cercanos: se suele dar también en autores que no brillan entre nuestros predilectos pero a los que difícilmente podremos escatimarle una presencia insoslayable. La voz de Auster ha conseguido formular un mundo propio en tan evidente medida que ya es casi imposible no topar, en la vida o en la ficción, con una de las soberanas coincidencias que pueblan sus obras y no pensar enseguida: parece una ocurrencia de Auster.