Hoy, hemos visitado a nuestro amigo Gervasio, quien ha tenido la idea de montar un negocio de cultivo de champiñones en las cuevas de Lyon. Para mí, era un misterio cómo lo lograría. Sin embargo, hoy hemos descubierto su sistema de producción, y debo decir que es fascinante.
En las profundidades de las cuevas de Lyon, donde la oscuridad se abraza con la humedad, Gervasio, nuestro visionario amigo, forjó su destino entre hongos y misterios.
Gervasio había arrendado un sótano de un edificio cerca de la Plaza de Bellecour, una cámara subterránea, un santuario críptico de 30 metros cuadrados, por apenas 200 euros al mes. Las paredes, antes negras como el carbón, se sometieron a su escrutinio meticuloso. Gervasio limpió y purificó cada centímetro. La cueva, ahora expectante, aguardaba su metamorfosis.
En la cueva, dispuso anaqueles para colocar los champiñones. Además, instaló un humidificador para mantener una humedad constante del 80%. El humidificador emitía un humo blanco y denso, creando un ambiente ideal para el cultivo.
Y el CO2, ese gas invisible pero mortal que fluye como susurros de sirenas de la Odisea, fue atrapado y canalizado. La cueva respiraba, alternando entre doce horas de luz eléctrica y doce de penumbra. Los champiñones, ajenos a los vaivenes del tiempo, crecían en su propio ritmo. Un intercambio silencioso: exhalar, inhalar, prosperar. La cueva latía con ritmos invisibles, un ballet clandestino de existencia.
Gervasio, con la mirada fija en el techo de piedra, soñaba con compradores ansiosos. Un restaurante, justo sobre su guarida subterránea, esperaba su cosecha. ¿Quién podría resistirse a la magia de los champiñones cultivados tan cerca en la penumbra debajo de sus pies?
Doce horas de luz, doce horas de oscuridad: la cueva seguía su propio ritmo circadiano. Las bombillas parpadeaban, imitando el pulso de la tierra. El futuro, incierto como un sueño, no intimidaba a Gervasio. Estaba decidido y lleno de energía, confiando en que su emprendimiento finalmente daría fruto
