
-¿Suerte? -dije, mientras me tragaba el teléfono. Por supuesto no literalmente, aunque si fuera posible comerse los dispositivos, muchos cooperantes ya se habrían comido su iPad con desesperación gourmet.
Llamé a Hermann porque pensé que él sí entendería. El mismo que en Etiopía dormía con los zapatos puestos “por si había que salir corriendo de la conciencia”, como solía decir entre risas y Valium. Contestó con voz de zombi con LinkedIn:
–Clara, qué bien oírte. Estoy en un comité, pero… oye, en el fondo, lo tuyo ha sido una suerte, casi una bendición, ya sabes que lo peor está por llegar. Este trabajo es una cárcel de oro.
Una cárcel de oro. Como si lo importante fuera que la celda tuviera minibar. Le di las gracias. O creo que se las di. Hubo un momento en que solo escuchaba una interferencia extrañamente parecida a mi autoestima. Y me acordé de La vida es bella. Guido cree que su viejo amigo lo va a salvar del campo de concentración… y el tipo solo quiere que le resuelvan un acertijo. Así fue Hermann: sin acertijo, pero con un presupuesto que cerrar y una depresión sin diagnosticar.
Después me hice un café. Me lo tomé con lentitud existencial. Pensé en la teoría de que los optimistas viven más. ¿Pero más qué? ¿Más rato dentro de la cárcel de oro? ¿Más engañados?
Yo he leído estudios, eh. Muchos. Incluso algunos de los que redacté. Pero cuando estás en paro desde hace meses, con tu CV arrugado como un papel de chicle viejo y una gata que bosteza en francés, los estudios no te abrazan. Ni te invitan a una entrevista. Ni siquiera te miran.
Anoche cociné un risotto a las tres de la mañana. No por hambre, sino por algo peor: lucidez. Mientras removía el arroz con aire de chef existencial, sonaban mensajes de voz que no contesté. Uno era de una excompañera que pedía ayuda para un informe. Ayuda. Qué palabra tan grotesca. La misma que antes nos justificaba. Ahora suena como una adicción.
Hablando de adicciones: tengo seis apps de citas instaladas. Networking afectivo, me digo. Pero lo que busco es la descarga hormonal de un match. En vez de misiones, ahora me estimulan los algoritmos. Y ni así.
A veces practico entrevistas frente al espejo. “¿Qué me motiva?” —pregunto con voz de Harvard. “Saber que cualquier CV merece ser contestado”, me contesto con voz de funeral. Me autoengaño en diferido. Me gusta. Me sirve.
Miro LinkedIn en modo autista‑productivo. Todos siguen ocupados. O vacíos con agenda. La invisibilidad después de los 50 no es total: te miran… pero desde otra especie de lástima corporativa.
Estoy escribiendo esto para no tirarlo todo por la borda. O para justificar que ya lo hice. No lo sé. Ni siquiera sé si este párrafo sobrevivirá a la relectura. Esto no es un diario. Es un vómito con gramática.
Y sin embargo, algo resiste. No fue felicidad, pero sí un gesto: levantarme del sofá, cerrar las apps, preparar un té y no revisar si alguien contestó el correo. No es resiliencia. Es algo más frágil. Algo parecido a estar viva. Sin demostrarlo. Sin narrativas. Sin enfoques transverales. Incluso KPIs excluidos.
Pero al menos el risotto quedó decente y sin duda excelente como desayuno. Y por un segundo, me sentí plena y autoengañada, diciéndome -o sintiéndome- de verdad fuera de esa cárcel de oro, del campo de concentración administrativo que fui yo misma.
