No Era la Izquierda, Éramos Nosotros

No sabría decir cuándo empezó a resquebrajarse lo que habíamos defendido como sagrado. No sabría decir cuándo empezó a resquebrajarse lo que habíamos defendido como sagrado. Quizá fue una mañana cualquiera, mientras discutíamos por cosas en apariencia triviales, pero en el fondo decisivas, como quién debía bajar la basura, como si ahí se jugara la autoridad del hogar. Íñigo decía que en la pareja tradicional alguien guía y el otro acompaña. Yo acabé pensando que más bien era un desfile militar: marchábamos juntos, sí, pero esperando que el otro perdiera el paso primero.

Nos conocimos defendiendo causas que creíamos indestructibles. Coloquios sobre la nación, tertulias en peñas taurinas, cenas con Rioja en copas gruesas, mañanas de cañas con Mahou y tapas de chorizo, discusiones sobre Sin perdón de Clint Eastwood o los boleros de Sabina, y alguna madrugada con Y viva España de Manolo Escobar sonando de fondo. Íbamos contra todo: el comunismo, la demagogia progre de plató, las banderas multicolor en los balcones, los grafitis en las fachadas recién pintadas, el impuesto de sucesiones y —mi favorita— nuestra propuesta de declarar patrimonio de la humanidad la tortilla de patatas con cebolla y abolir la siesta de los funcionarios. No nos bastaba preservar lo que teníamos: queríamos que el mundo nos diera las gracias por mantenerlo firme.

Pero cuando llegó la convivencia, esos grandes enemigos se redujeron a platos sin fregar, discusiones por la compra y reproches a media voz. Lo triste no fue la rutina, sino descubrir que también ahí éramos irreconciliables.

A veces él me abrazaba con fuerza, demasiado. Decía que era su forma de protegerme, de sentir que yo era “su casa”. Yo lo dejaba hacer, con una media sonrisa, como si no notara que me estaba dejando una huella invisible. Él insistía en que yo era demasiado severa, que mi silencio no era calma, sino juicio. Ninguno de los dos mentía del todo. Ninguno decía la verdad completa.

Un domingo, mientras discutíamos sobre quién decidiría las vacaciones, derivamos a si el coche debía ser alemán o japonés, si la bandera debía quedarse en el balcón todo el año o solo en el 12 de octubre, o si era un sacrilegio cenar jamón serrano teniendo ibérico en la nevera. Absurdo y divertido, sí, pero con una tensión que dejaba un regusto metálico en la boca. Y me sorprendí pensando si quería seguir viviendo así. No morir, no; solo apagar el calendario y desaparecer unos días de todo, incluso de mí misma. Me dio miedo, no por la idea, sino por lo fácil que resultaba imaginarlo.

El fallo de Naciones Unidas llegó como una noticia más, intercalada entre un anuncio de detergente y un partido de fútbol. No habían logrado contener el colapso financiero global. Íñigo bromeó diciendo que, al menos, por fin las multinacionales volverían a mandar y que las fronteras estarían blindadas como Dios manda, con uniformes y desfiles incluidos. Yo pensé en silencio que, tal vez, ese mismo repliegue que devolvía orden al mundo también nos estaba cercando a nosotros, hasta dejarnos sin aire.

Poco a poco, empezaron a levantarse muros. Los países reforzaban sus banderas, las religiones se atrincheraban y los viejos símbolos regresaban con brillo nuevo. En las calles, la gente cantaba himnos, ondeaba escudos, repetía consignas familiares. Íñigo sonreía, decía que era el futuro que habíamos soñado. Yo asentía, pero en mi interior sabía que lo nuestro no se reconstruiría con las mismas manos que lo habían roto.

La última noche juntos, compartimos una cena improvisada: pan, embutido de Guijuelo, un Rioja a medio abrir y una vela que no terminaba de encenderse. En la radio, apenas audible, sonaba Sirenas de Taburete. Y pensé que era casi cruel: una canción sobre naufragios justo cuando nosotros mismos íbamos a pique. Me contó un chiste malo; yo reí más de lo que debía. Entre nosotros quedaba algo, pero no sabíamos si era amor, costumbre o pura nostalgia.

No hubo portazos ni adioses. Simplemente, una madrugada desperté y lo vi dormir, ajeno a mí, como si ya marchara en otra columna del desfile. Comprendí que a veces la disciplina, sea de naciones o de parejas, no asegura unidad; que ondear la misma bandera no significa marchar al mismo paso.

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About Carlos

Aunque crecí y trabajé en la gran ciudad, he vivido también en una zona rural en España y en Addis (Ethiopia). Me gusta dar paseos por el campo y la montaña. Disfruto con mi familia, con la lectura y cuando me dejo llego a escribir algo. Me gustan los escritores que escriben sobre escritores o sobre el proceso de escribir o de ser, como Paul Auster, Enrique Vila-Matas. Pero también paso buenos ratos con policiacos, sagas y comedias. Soy Doctor Ingeniero Agrónomo y Master en Evaluación y trabajo en temas relacionados metodologías de intervención en cooperación y desarrollo. He tenidos experiencias en cooperación internacional para el desarrollo a nivel ONGD , instituciones y organismos regionales, estatales y Universidades. He sido voluntario, investigador y consultor independiente en temas de desarrollo. He trabajado en temas relacionados con la evaluación de políticas de desarrollo para el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación en Madrid. He trabajado en temas de Evaluación, aprendizaje e investigación como freelance (independiente). He trabajado cuatro años para FAO en Ethiopía en refuerzo de espacios de coordinación, seguimiento y evaluación para la resiliencia…con PAHO/WHO y UNICEF América Latina reforzando capacidades en evaluación y aprendizaje Tengo otro blog igual de raro: Aprendiendo a Aprender para el Desarrollo (TripleAD) https://triplead.blog/
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