
“Bienvenidos a la Zona del Canal, 1940” —dice Tía Sam. No sonríe: muestra los dientes. La mueca viene de un archivo militar, no de un catálogo. Postales que vendían prosperidad al precio del silencio.
Todos la siguen: seis expatriados que llegaron juntos, tres más que se sumaron. Clayton, como siempre, es un eco: aislamiento con aire acondicionado.
Desde su podio improvisado dicta la coreografía de pertenecer:
“Step one: repitan conmigo We belong.
Step two: renuncien a cuestionar la propiedad.
Step three: sonrían, aunque afuera todo se derrumbe. (¿Ya lo hizo? Perfecto, ya está dentro.)”
[Nota al lector: usted, especialmente si trabaja en Clayton en una Oficina Regional, también lo acaba de pronunciar, aunque no lo quiera.]
Tres sombras en la sala
- El ingeniero que en la era Trump programaba muros digitales y reconoce aquí la misma lógica de exclusión.
- La profesora jubilada que escucha el discurso como si fueran noticiarios de propaganda en blanco y negro.
- El hombre que lleva diez años en Panamá y aún no sabe decir “buenas tardes”; escribe en inglés americano en su libreta: this is not theater, it’s customs with curtains.
El quiebre
La narración se fractura. ¿Habla la actriz? ¿Los expatriados? ¿O las paredes del viejo cuartel, todavía impregnadas de órdenes en inglés? La voz es plural, porque la historia nunca fue unívoca.
Tía Sam recita el Gold Roll/Silver Roll como si fuera menú del día: salarios para unos, migajas para otros; ciudadanía para pocos, servidumbre para muchos. Los expatriados se incomodan: saben que el espejo apunta también hacia ellos.
La escena se clava cuando llegan los números: 41 % de los panameños rurales viven en pobreza; en las comarcas indígenas la cifra alcanza el 84 %; la mortalidad infantil ronda las 16 muertes por cada 1 000 nacidos vivos.
El teatro, aquí, no exagera: confirma.
La ejecución
El público debe dividirse: artistas, técnicos, físicos. Cada grupo prepara la muerte de Tía Sam. Vestido rehecho, luces reprogramadas, cama funeraria instalada. El teatro no representa: ejecuta.
La acusación: comunista.
El tribunal: los espectadores.
El veredicto: culpable. (Traducción: usted.)
Oscuridad. El narrador —usted, yo, cualquiera— admite:
“No vinimos a ver una obra. Vinimos a ensayar obediencia.”
De pronto, luz. Vacío. Los nueve expatriados han desaparecido, quizá hacia la taberna del canal, quizá absorbidos por la escenografía. Sobre el suelo, un cuaderno firmado:
We belong. We belong. We belong.

La fractura final
Las élites panameñas aprendieron demasiado bien de su maestro. No solo en los símbolos: también en las nóminas.
En 2023, mientras el 30 % de los trabajadores gana entre 600 y 799 dólares, y solo un 3,3 % supera los 3 000, la mediana salarial se queda en 735,4.
Quienes controlan el poder heredaron la lección sin rechistar: educación pública débil, salud pública frágil, privilegio privado fuerte. Basta mirar las zonas rurales: 521,5 dólares promedio, una distancia brutal frente a los privilegios blindados (tanto de las élites nacionales como de diplomáticos y agencias internacionales).
La segregación ya no necesita uniforme caqui: basta con contratos y credenciales.
El enclave se disolvió en papeles, pero las élites locales conservaron la fórmula: debilitar lo público, blindar lo privado.
En 2025, el enclave sigue vivo en Clayton y Albrook: escuelas privadas, clínicas exclusivas, residencias cerradas. El Estado arrastra déficits crónicos en salud y educación.
El modelo importado no murió: solo cambió de escenario.
[Fin. O comienzo. Usted decida, pero la sala aún está encendida. Y usted, lector, todavía dentro.]

