A Baroja le golpearon y le golpean por su manera de escribir. Francisco Umbral llevó la crítica hasta el extremo. Cuando llegó al Café Gijón, había tertulias dedicadas a masajear la prosa del autor del Zalacaín. El columnista gustaba de entrar cual elefante en una cacharrería y se atrevía a definir a don Pío como un tipo que amontonaba personajes entre las páginas, pero que no lograba escribir novelas.
Llegado a este lugar, me confieso borracho de puntos y comas, de palabras que se repiten incluso en una misma frase y de alguna que otra incongruencia espaciotemporal. Pero ¿y qué? Baroja hizo del desaliño su propio estilo. Luis Antonio de Villena lo llama «el cuidadoso descuido barojiano». Da la sensación de que imaginaba al mismo tiempo que escribía y de que, cuando el tren de la acción pasaba, nunca volvía atrás. Como la vida misma.
Baroja es el qué, y no el cómo. Esto es de su propia cosecha: «El sentimiento ha sido sincero; la forma, seguramente, poco hábil. Más que para los jóvenes críticos de Casino, escribo para mis amigos de El mentidero del muelle largo». Se dijo siempre empeñado en huir de la afectación y la chabacanería, esclavo de la sencillez. Criticó ferozmente a quienes moldeaban su cuerpo para adaptarlo a la capa del idioma, y no al revés.
Baroja contempló la escritura como vehículo de comunicación. Odió los rodeos. Si Fulano y Mengano toman café en el bar de la esquina, ¿para qué escribir más que «Fulano y Mengano toman café en el bar de la esquina»? No quiso ser D’Ors o Valle-Inclán, que hicieron de los juegos de palabras un arte. Sus párrafos eran para llevar a Zalacaín desde Urbía hasta Logroño, para acompañar a Manuel en las barriadas de Madrid, para recorrer con Shanti el puerto de Lúzaro. Nada más.
Pío Baroja es una lección obligada para el periodista, también para el abogado o el arquitecto. Digamos bien antes que bonito y luego ya veremos. Parece fácil, una obviedad, pero no lo es. Lo cuenta uno que ha pecado de lo contrario en infinidad de ocasiones.